No todo en la arqueología colonial es el saqueo de la historia antigua de los viejos imperios. Inglaterra, Francia y Alemania también dieron conocedores que se apasionaron legítimamente por el mundo de los imperios perdidos. Por ejemplo, el inglés John Pendlebury (1904-1941), quien dirigió al mismo tiempo las excavaciones de las ciudades de Aketatón (en Egipto) y Cnosos (en Grecia, que albergó el legendario palacio del rey Minos). Tenía 25 años cuando realizó este logro. Excavaba Egipto en primavera y verano, y Grecia en otoño e invierno. Me gustan sus fotos, atlético, con su ancho collar usej de piedras y su falda ceñida, mirando hacia la cámara. Tenía un ojo de cristal (perdió uno de ellos a los dos años), y muy niño lo llevaron a conocer a Wallis Budge, el traductor del Libro de los Muertos. Fue entonces que decidió ser egiptólogo. Pasó la mayor parte de su vida en el Mediterráneo y en las riberas del Nilo, y murió a los 36 años combatiendo la invasión nazi a Creta (se había enlistado en el Servicio de Inteligencia Británico para defender Grecia). Aunque los alemanes ocuparon la isla a lo largo de cuatro años, fue a costa de una invasión que supuso tantos muertos que Hitler decidió no repetir la fórmula: un asalto en el que sólo intervinieron paracaidistas, sin ayuda de tropas terrestres, y que fue resistida por tropas griegas e inglesas que dispararon en contra de los soldados que saltaban desde el aire. Uno de aquellos que resistieron contra los nazis fue Pendlebury, quien trató de huir para organizar un contraataque, pero fue alcanzado en el pecho por una bala alemana. No fue una herida mortal, pero los nazis lo mataron a tiros en algún lugar al interior de la isla, cerca de la ciudad de Heraclión, el 22 de mayo de 1941. Allá sigue, en Creta, en el cementerio de guerra de la bahía de Suda: parcela 10, fila E, tumba 13. Cuando los arqueólogos del futuro lo busquen, lo hallarán fácilmente. Así dividió él las ciudades que excavó; supo cómo eran los barrios cuadro por cuadro, en las excavaciones de Egipto, en la antigua Amarna, región del Nilo en donde se construyó hace treinta y tres siglos la ciudad de Aketatón. Allí encontró el que es, quizá, el barrio con planificación urbana más antiguo de que se tenga noticia, calles cuadriculadas, con techos para proteger a los peatones del sol. Y, como dice el egiptólogo argentino Jorge Dulitzky, “con ánforas con agua para saciar la sed de los caminantes que eran llenadas diariamente por las autoridades de la ciudad” (Akénaton, el faraón olvidado, Biblos, 2004). Es la ciudad de breve esplendor, pues apenas sirvió unos quince años para vivir en ella, antes de que se ordenara su abandono total (de 1346 a 1332 a. de C.). En Aketatón se descubrió el más famoso de los bustos de Nefertiti y fue la ciudad en que comenzó a reinar Tutankamón. Fue construida por capricho de un faraón, en un lugar deshabitado. Y en ese lapso tan pequeño de tiempo, fue la capital del mayor Imperio del mundo. Pero, especialmente, fue el escenario de un experimento monoteísta que tomó al Sol como dios único. Son todas éstas, palabras de Pendlebury, con las cuales justificaba su fascinación por esa región lejana, abandonada, que conoció como nadie. Excavó y conoció casa por casa, las costumbres de sus inimaginables habitantes, sus manías, sus gustos decorativos y sus decisiones cotidianas. No imaginaron los antiguos moradores de Aketatón que más de tres mil años después tendrían un biógrafo de sus minucias. Egipto llegó hasta Grecia y dejó desperdigados por toda la región del Egeo (entre Grecia y Turquía) miles de objetos artísticos. Pendlebury hizo un listado de las piezas halladas en esa zona hasta finales de la Dinastía XXVI (es decir, hasta el siglo VI a. de C.). Recorrió las regiones de Grecia, desenterró y enlistó las piezas a lo largo de ellas. Recuerdo el bello texto de John Henry Newman en que se refiere al suelo del Ática, la península en que se halla Atenas, y desde donde se mira el Egeo en su inmensidad: “la cadena de islas, las cuales comenzando por cabo Sunion, parecieron ofrecer a las divinidades míticas del Ática, cuando visitaran a sus primos Jónicos, una suerte de viaducto a través del mar”. Allí registró el arqueólogo inglés sus cientos de piezas, sobre todo la abundancia de escarabeos, amuletos en forma de escarabajo que representaban la salud y la salvación. Como considero de buena suerte encontrarme con un escarabajo en todas sus formas, incluso en listados arqueológicos, los imagino brillantes, sorprendiendo al brotar del suelo, pequeños regalos al dios Poseidón, agradeciendo la vida. (Me alegra saber que las chinches y las cucarachas, en todas sus variantes, no sean escarabajos). Sin embargo, el mundo del Palacio de Cnosos es 700 años más antiguo que el de Nefertiti. Yo tengo la seguridad de que es el lugar en que vivió el Minotauro, en su enredado laberinto, en que gobernó Minos y del que Ariadna huyó con Teseo. Lo creo porque esas leyendas son más indestructibles que los palacios y las vasijas. Lo creo, aunque la arqueología sea enemiga de los mitos y los destruya. A cambio de ellos, nos devuelve obras de arte anónimas. El Palacio de Minos tuvo vida, cambió a lo largo de los siglos, cedió ante los terremotos y fue remodelado, hasta que fue abandonado. Los griegos posteriores a la gloria de esta edificación lo consideraban embrujado. Sólo vagaban por sus pasillos “los fantasmas de su difunta gloria”. Sólo John Pendlebury podría prescindir del hilo de Ariadna para orientarse en esta arquitectura. Así que su libro es una guía para no perderse en sus pasillos. Sin embargo, hace muchas páginas que me he perdido, no sé dónde quedó el norte, ni la calzada por donde llegaban los embajadores extranjeros. No sé dónde han quedado las caballerizas ni las habitaciones del Rey. Pero sé que estoy en el corredor de la Procesión porque aquí se encontró el fresco del rey-sacerdote, que hoy se conoce como el “Príncipe de los lirios”, ondulante como las plumas de los pavorreales, como los tentáculos de un pulpo o los movimientos de un delfín. Con todo y su hermosa presencia, es casi inaprensible como el movimiento de las plantas, las plumas, el insecto que revolotea a su alrededor. El arte minoico es alegre y despreocupado, pero sobre todo, es indiferente a nosotros. No nos invita a participar de su alegría, desafortunadamente. No tiene idea de nosotros, de nuestra mirada. Sus aves recorren los muros del palacio, juegan libres. El paraíso de su arte es inaccesible. Así que hay que pasar, el guía nos arranca del relieve pintado al fresco, con sus colores que sobreviven a los siglos. Por primera vez se traducen al español los tres libros más importantes de John Pendlebury, Tell El-Amarna (1935), El palacio de Minos en Cnosos (1933) y Aegyptiaca. Los objetos egipcios en el área egea (1930). Son tres libros que le devuelven hechura humana a esas piezas tan remotas en el tiempo que a veces pensamos que las modeló en sus entrañas, la tierra con sus manos.
John Pendlebury. Arqueología de Amarna y Cnosos, ed. Raúl López López. s.l., Almuzara, 2023.
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