Casi todas las últimas cartas del maestro Altamirano estuvieron dirigidas a su yerno consentido, Joaquín D. Casasús. Tenía su cargo como diplomático en Francia y luego en Italia, pero lo cierto es que sus intereses se iban centrando en su familia. Aunque los sobres pesaban porque llegaban a México cargados de optimismo, el destinatario se iba alarmando de lo que podía leer a través de las palabras. La carta era alegre porque la familia había ido a comer a un restaurante de moda, construido sobre un árbol. Pero la caligrafía o el obstinado optimismo decían algo diferente. Así que un día, Casasús decidió comprar pasaje y tomar un barco rumbo a Europa. Qué importaba todo aquello que trajeran las cartas, aunque viniera un ejemplar de la Navidad en las montañas dirigida a Casimiro Collado, con una indicación: “Dígale que no se fije en mi novela (que es una teoría), ni en la forma (porque no la cuido), sino en el pensamiento (que no está de acuerdo con sus ideas), pero que es un arma. En suma, mi libro es una obra de arte, a mi manera.” Sí, caben poéticas, saludos, buenos deseos, abrazos y algunos chismes: “Dice Margarita que José T. de Cuéllar tuvo la culpa de la muerte de su esposa Carlota, encerrada una casa de locas”. Sí, esta rápida poética se encuentra en medio de los remedios para diabetes y para los cólicos. Entre los medicamentos, no encontramos ninguno para la tuberculosis, ya que el Maestro no imaginaba que esa enfermedad lo llevaría a la tumba, pues él decía que había fortalecido sus pulmones cuando en su niñez masticaba pedazos de ocote, allá en Tixtla. La carta que verdaderamente me conmueve no la escribió él, sino Casasús, en 1906, dirigida a Ángel de Campo Micrós, para relatarla la muerte del Maestro. La leo queriéndole extraer todos sus secretos. Al llegar a San Remo, en donde ahora vivía Altamirano, Casasús se encontró con un hombre que casi no podía ponerse en pie. Por momentos, la salud mejoraba, como aquella noche en que la familia cenó reunida, pensando que sería posible volver en barco a Veracruz y tomar el tren a la capital… Pero desde la calle llegó la voz de un muchacho que cantaba una canción conmovedora y penetrante, Vorrei morire: “Quisiera morir en la estación del año, cuando el aire es tibio y el cielo calmado…” Fue como un aire frío que congeló la esperanza de Altamirano. Por esos días, se acercaba con angustia a su nieto Héctor: “¿Sabes quién soy yo?” “Sí, papá Nachito”. “¿Cuándo seas hombre, tendrás presente mi fisonomía?” Es que sabía que el plazo se acababa; no se engañaba, así que le dio a su yerno las últimas indicaciones: para poder volver a su patria, lo más seguro era cremar su cadáver. Así lo pidió y sintió que dejaba sobre otros la responsabilidad de su familia. Quisiera poner aquí toda la carta, pero sólo hay que decir que el Maestro murió el lunes 13 de febrero de 1893: cuando sintió que no podía respirar, tomó la mano de su hijo adoptivo Aurelio Guillén, y sólo dijo: “¡Qué feo es esto!” y volvió el rostro hacia la pared. En San Remo sólo existía un horno de cremación, pues esta práctica era nueva, algo propio de “librepensadores”. Dos días después, una comisión de librepensadores llegó al sitio en que se velaba al Maestro, y depositó una corona de flores sobre el féretro. “Hemos sabido que el señor Altamirano, cuya muerte lamentan ustedes, era un viejo libera, un patriota distinguido y un hombre de letras eminente, y hemos querido los miembros de la Sociedad de Librepensadores de San Remo venir a presentarle el testimonio de nuestra simpatía y de nuestra admiración y a acompañarlo al cementerio para ser testigos de la cremación del cadáver”, dijo el presidente de la Sociedad, Bernardo Calvino. En la mente de su nieto, Italo, México fue desde siempre una imagen neblinosa que luego le inspiró numerosos textos. Me gustaría saber si el nombre de ese liberal ilustre le significaba algo. Me gustaría pensar que entre los restos de los manuscritos hay alguna referencia…
Ignacio Manuel Altamirano. Epistolario (1889-1893), tomo 2. México, Conaculta, 1992.
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