sábado, 17 de septiembre de 2022

Los anteojos de azufre, de César Moro

  



 

No sabía yo que, al escribir mis textos dispersos, hacía un constante homenaje a César Moro (1903-1956). Al leer la reunión su obra en prosa, Los anteojos de azufre, me decía: yo he querido hacer esto o aquello. Con más frecuencia: poner en cada mínimo texto (como los que nacen de leer algún libro) algo vivo y palpitante de uno mismo. Sin embargo, lo que ocurre es que dejo enterrada, como para olvidar, una parte mía que no termina de morir y que necesito abandonar. En cambio, él: ponía en el texto una parte suya que sufría. Su sentimiento era como una infección que se contagiaba a todo lo que leía. Por desgracia no sé nada acerca de los surrealistas. Pero César Moro trasmite aquello que escribió en 1939, al iniciar la Guerra Mundial: el enfrentamiento de dos bloques (Alemania e Italia contra la URSS) con los que no está de acuerdo. Y en medio de ellos, un grupo pequeño pero importante, el de los Surrealistas, se abrió como una herida. Ellos fueron tratados como “idealistas contrarrevolucionarios” y “vendidos al oro de los snobs”. En cambio los adoradores de Stalin eran “materialistas de corral”, mientras que escritores como Romain Rolland era una de “las nulidades idealistas” y “el plato que se acomoda con todas las salsas”. Como pueden ver, me regodeo en sus frases más que en su lucha, lo cual debe de estar muy mal, pero en general señalamos en los escritores sus frases más que sus ideas. Una nueva herida para este escritor. En realidad, para todos. Pero dejando secar la herida, reconstituirse, podemos ver que los surrealistas no se concebían como la típica vanguardia autoconmiserativa sino como el grupo que había podido ver antes que nadie la putrefacción de este siglo (es decir, del pasado; la putrefacción del nuestro tiene que ver con la falta de tratamiento de los males del siglo XX). Pero se me acaba el espacio destinado a este autor y no lo he acompañado a sus visitas al estudio de Xavier Villaurrutia. Es que México tiene gran parte de espacio en sus textos, los cuales enviaba a la redacción de algunas revistas. Se leían, o no. Si no se leyeron, es una lástima para sus contemporáneos. Son bellas prosas, como ya dije. Pero lo que me interesa ahora es su polémica con Vicente Huidobro –millonario, hijo de banquero, con título nobiliario. Entiendo que Moro, entonces, trabajaba como mesero para sostenerse. Ambos se atribuían los auténticos conocimiento y práctica del Surrealismo. Huidobro dijo de Moro: “piojo homosexual”, “indiecito presuntuoso”. Y ante la acusación de que era “un arribista”, respondió: “Toda mi vida, Morito, es una prueba de antiarribismo… gracias a los viñedos de mi padre nací arrivé”. Esta terrenalidad de los poetas es muy vergonzosa. Quizá por eso en El surrealismo al servicio de la Revolución(1933), a la pregunta “¿A qué elemento corresponde?”, Moro respondió: “Al fuego, al aire y al agua, nunca a la tierra”. Es una pena que no pueda profundizar en sus maravillosos textos sobre Proust, el Surrealismo, Xavier Villaurrutia, la literatura colonial de América… Casi tan grande como la pena de saber que sus obras prácticamente no se consiguen fuera de Perú.

 

César Moro. Los anteojos de azufre, ed. Ricardo Silva-SantistebanLima, Sur Librería Anticuaria-Academia Peruana de la Lengua, 2016. (Colección Clásicos Peruanos, 11)

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