domingo, 21 de junio de 2015

La fiesta de la insignificancia



El tema de este libro es la insignificancia, como lo dice su título. La fiesta que lo completa seguramente se refiere a su abundancia, pues la historia completa está construida sobre insignificancias que, entre sí, se sostienen. Puede ocurrir algo, o, ¿por qué no?, lo contrario. “Buenos días, ¿cómo estás?”, puede preguntar un personaje. “Bien” o “mal”, puede ser la respuesta, la cual cambia completamente el desarrollo de los acontecimientos. Pero una vez que las insignificancias forman parte de una trama, tienen que ocupar el lugar de los grandes sucesos. Así, la caída de una plumita que nadie ve a la mitad de una fiesta, puede ser un evento importante o no. Todo esto es el trazo de una poética. Los personajes de la novela son amigos que tienen un momento de coincidencia en la historia, aunque cada uno de ellos tiene su propio mundo del cual les interesa poco salir. Aunque, viéndolo bien, no parecen quererse mucho, los une más bien la costumbre. Y el aburrimiento. Así que inventan bromas entre sí. Por ejemplo, dos de ellos van juntos a las fiestas y uno de los dos se hace pasar por un sirviente pakistaní, sin saber hablarlo, así que tiene que inventar su propio idioma, pero de una manera verosímil para que la gente no se dé cuenta de la broma, y poder seguir divirtiéndose en los cocteles. ¿Y si la gente se diera cuenta? Ése es el problema, no todo mundo tiene sentido del humor. Las bromas se han vuelto peligrosas, escribe este escritor checo que vive en París. Bueno, los franceses han comprobado ya esta frase. ¿Desde cuándo el humor es peligroso? Hay una anécdota sobre la cual gira la novela, atribuida a Stalin. Muchas veces, después de un día de trabajo, al líder soviético le gustaba quedarse con sus colaboradores más cercanos para contarles historias de su vida. Una de ellas fue cuando salió de caza y recorrió trece kilómetros, cuando, de pronto, vio veinticuatro perdices sobre un árbol, pero él sólo había salido con doce cartuchos. ¡Qué mala suerte! Así que disparó y mató a doce, recorrió los trece kilómetros de regreso a su casa, tomó otros doce cartuchos, volvió hasta las perdices, que seguían posadas en las ramas, y las mató a todas. Los colaboradores lo miraron pasmados, pero no se atrevieron a decir nada. Al final del día, los que habían escuchado la historia se reunieron en el baño, furiosos. ¡Stalin nos contó una mentira!, dijeron mientras escupían con desprecio. Todos alrededor de Stalin habían olvidado qué era una broma, es la conclusión de los personajes. Naturalmente, Stalin no lo había olvidado. No creo seguir bien la conclusión de esta fábula. Quizá, Kundera piensa que un tirano puede tener un buen sentido del humor. Pero no creo que sea sólo eso. Puede ser que el humor es como una clave, un sobreentendido. Cada historia, cada imagen, puede ser leída en serio o en broma. La leyenda que consagra puede ser también la que destruye, si el humor la ridiculiza. Una sola ironía puede pulverizar el solemne imaginario del Querido Líder norcoreano, sólo por poner un ejemplo. Como nada está a salvo de su alcance, ni el poder más alto, es buena broma saber que Stalin conservaba sano su sentido del humor.

Milan Kundera. La fiesta de la insignificancia / La fête de l’insignifiance, tr. de Beatriz de Moura. México, Tusquets, 2014. (Col. Andanzas, 837)

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