No sé qué digan los expertos acerca de La mala hora (1962), pero parece la menos “García Márquez” de toda su obra. Creo que eso se debe, en primer lugar, al manejo del tiempo narrativo, centrado en el tiempo particular de cada escena. A diferencia del resto de su obra, en que procura dar una visión general de la historia, en esta novela se ocupa de pequeñas escenas, relatadas de tal manera que el gran tiempo social parece quedar inmóvil y lejano. El viento, las emociones, las estaciones, parecen detenidas. Es la narración del tedio; y fue escrita a lo largo de más de cinco años, en varios países, llevando consigo siempre cargando el manuscrito de ese pueblo que despierta de la modorra a causa del escándalo: unos pasquines que aparecen pegados en las casas y que revelan los secretos del pueblo. Curiosamente, no son secretos, pues en el fondo es lo que todos los vecinos suponen, pero callan. No se trata de una novela que pretenda buscar al responsable (pues son todos y nadie), ni la manera en que el anónimo autor se entera de las historias (todos las conocen y las creen). Uno se pregunta por qué los vecinos se escandalizan y se intranquilizan con la posibilidad de aparecer en los pasquines. Quizá es porque los pasquines le dan materialidad a las historias que vagan sueltas entre la gente y las vuelven verdaderas. Por otra parte, las cosas ni siquiera pasan frente a nosotros: siempre en un lugar profundo de las capas narrativas. Como una piedra que cayera en un sitio distante del lago de las historias y cuyas ondas atravesaran de pronto lo que leemos. Si la manera de narrar es la opuesta a Cien años de soledad, también lo es la personalidad de este deprimente pueblo sin nombre (en la realidad: Sucre, el municipio natal de don Gabriel Eligio, padre del autor). Los personajes forman racimos separados, pero las revelaciones de los pasquines los atraviesan a todos. De Roberto Asís, por ejemplo, el menor de una familia acaudalada del pueblo, se dice que no es el padre de su hija. Los chismes repartidos por las casas son temidos por el pueblo porque pueden desembocar nuevos asesinatos. La novela, de hecho, comienza con la muerte de Pastor, un clarinetista, porque uno de los vecinos, César Montero, leyó en un pasquín que su esposa había servido de musa de una de las canciones del músico. Todo ocurre en un pueblo a punto de desmoronarse. El único poder es el de un alcalde corrompido detrás del cual sólo hay un vacío administrativo, el silencio de un poder central que nunca llega. Y la idea de que las elecciones sólo traen crímenes y más muertes. El tiempo circular de los pueblos dominados por los cacicazgos. La minuciosa narración de un tedio que nunca termina. Qué curioso… No había pensado, mientras leía La mala hora, en su alegoría potencial y ominosa. En las noticias falsas y anónimas que aparecen pegadas a nuestros muros virtuales todas las mañanas. Por suerte, ya no es la historia de América Latina la mecánica repetición de la tragedia. Ante los pasquines que ahora se nos aparecen, reconocibles, aunque anónimos, tenemos la posibilidad de no dejarnos recaer en sus intenciones. A veces caemos en el pesimismo de decir que la Historia no enseña al futuro. Pero casi es posible decir que los pasquines contemporáneos tienen muchas menos posibilidades de dañar que los referidos en La mala hora.
(Madrugada del 2 de junio de 2024, entre un calor digno de García Márquez)
Gabriel García Márquez. La mala hora. México, Diana, 2015.
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