Hanya Yanagihara. Tan poca vida / A Little Life (2016), tr. Aurora Echevarría, 5ª reimp. México, Lumen, 2023.
Hanya Yanagihara. Tan poca vida / A Little Life (2016), tr. Aurora Echevarría, 5ª reimp. México, Lumen, 2023.
No conocí jamás el restaurante Churchill de Polanco. Pero al mencionarlo Julio Scherer García (1926-2015) en su libro Los presidentes (Grijalbo, 1986), pensé que no podía ser otro que esa casa de aspecto inglés a un lado de Periférico, pasando la Fuente de Petróleos, que vi tantas veces. Leo que ha cerrado para siempre luego de la epidemia de covid. Me entero sin pena, aunque quizá sería un lugar ideal para levantar un museo de la política mexicana. Siempre dará nostalgia a cualquier prianista el olor proveniente de la parrilla, el sabor de los vinos y los deliciosos postres con que se debatían las novelescas traiciones al país, como el Fobaproa o el Pacto por México. Cuántas veces decimos, al referirnos a los lugares: “¡Si estos muros hablaran…!” Pero en este caso, si hablaran habrían metido a la cárcel a muchos de sus habitués. Lugares icónicos de la vieja política, qué nostalgias estéticas del mundo inglés, incluso don Corleone desde Italia no tendría nada que objetar. Por suerte, no tengo la menor idea de dónde desayuna, come, cena y pacta la derecha partidista de hoy. No sé qué salsas exquisitas bañan el oportunismo, tampoco si la corrupción se sirve caliente o fría. Sin embargo, la comida continuamente rememorada por Julio Scherer, en que también estuvo presente Vicente Leñero, ocurrió en 1978 y que fue convocada por el Secretario de Gobernación, Jesús Reyes Heroles, tuvo una intención muy diversa. Fue una de aquellas pocas ocasiones en que se le ofreció a Scherer negociar con el presidente López Portillo para que fuera reintegrado a Excélsior. Pero Proceso era ya una revista que había tomado su propio camino independiente. Además, Scherer le habló de esta negociación al corresponsal de The New York Times, el periodista británico Alan Riding, quien publicó una nota que fue reproducida por el Excélsior tomado por Regino Díaz Redondo. En ella, Scherer decía: “Si el gobierno impone alguna condición a nuestro regreso, no la aceptaremos.” Ante esta filtración, cualquier intento de ayudar a Scherer se detuvo. Además, Reyes Heroles duró poco tiempo en Gobernación, pues fue cesado en mayo de 1979. ¿Cuál fue el motivo? Para documentarlo, consulté un libro de título prometedor: Juan Pablo II, el santo que caminó entre nosotros, de Hannia Novell (no lo compré, lo encontré en Google Books). Según la autora, Reyes Heroles amenazó con renunciar si López Portillo se atrevía a invitar al Papa a dar una misa en Los Pinos. El propio Secretario de Gobernación amenazó con multar al Presidente de la República si se atrevía. Aunque nos desviemos un poquito de nuestro tema, nunca está de más consignar un poco de la exquisita prosa de López Portillo, que según Novell proviene de su diario íntimo: “La situación es complicada: la ley de cultos; la devoción del pueblo; los masones; unos grupos de izquierda que se oponen; los comunistas lo quieren. ¿Cuál debe de ser mi posición? ¿Cuáles los actos que se autorizan?” ¡Oh, Dios!, ¿en qué acabará esta situación? Naturalmente, se expulsó al jacobino del gabinete y triunfó la maravillosa retórica que tantos aplausos concitaba en el Congreso y en el Senado: “La secularización del Estado es una realidad tan fuera de discusión, que aguantaba la visita de todos los papas del mundo”. Como una sutil venganza, Reyes Heroles le contó a Scherer un dato que por primera vez se hacía público: la construcción de un conjunto de residencias para el Presidente y su familia en Cuajimalpa. Pero tampoco es algo que le remordiera mucho a López Portillo, pues lo relató con orgullo en su libro Mis tiempos (tampoco lo compré, lo cita Scherer en La terca memoria): “El profesor Hank que, como Jefe del Departamento del Distrito Federal se había enterado del proyecto (las casas), generosamente nos ofreció el crédito. Nos prestó inicialmente doscientos millones de pesos y más tarde sumas complementarias. El profesor no aceptó que formalizáramos el préstamo ni la garantía. Se la debemos.” Esta bella historia en que amistad y complicidad se funden en un abrazo selló una época. “Se la debemos”. Muy bonita frase, sirve de fondo para bucear en ese mundo político de absoluta represión y censura. Los nombres de Carlos Hank González o Arturo Durazo representan algo más que el mal gusto estético de ese sexenio. Son más que la impunidad y la complicidad. Scherer nadó a contracorriente (y a veces a un lado) de la frivolidad presidencial y de sus consecuencias aún menos dichosas, aunque necesariamente algo se le pegó de la solemnidad ambiente, pues es la época de algunas de las frases más gloriosas del pensamiento priista: “Un político pobre es un pobre político” o “No pago para que me peguen”, que precisamente proviene de la decisión de López Portillo de cerrar la publicidad gubernamental a Proceso casi al final de su sexenio, acción que llevó a cabo el último vocero del Presidente, Francisco Galindo Ochoa. Por cierto, casi al final de su vida este exvocero presidencial todavía soñaba con algunas maneras de reprimir el movimiento de López Obrador. Hablar de Scherer García es pertinente porque a su alrededor parece haberse operado un acto de magia. De pronto, los priistas más corruptos amanecieron impolutos, marcharon un domingo para defender la democracia. Los herederos ideológicos de los represores diazordacistas un domingo tomaron las calles para reivindicar el movimiento del 68. En cambio, la lucha de la izquierda se convirtió en el sinónimo de la represión y la censura. Y el portal Latinusdespertó teniendo las funciones equivalentes de la revista Proceso de los años 70. Aun la apacible ironía tiene un límite, y este punto de vista insultante contra Rosario Castellanos, Jorge Ibargüengoitia o Carlos Monsiváis (colaboradores de Excélsior y Proceso) no causa ninguna sonrisa. Loret de Mola sería Scherer, Alazraki sería Manuel Buendía… comparaciones así que sólo pueden vivir en la mente cada vez más asfixiada de la derecha mexicana. El 7 de enero de 2022, el periodista José Martínez M. publicó, en Proceso, un texto en donde afirmaba: “La revista Proceso sigue su curso y continúa con el legado de Julio Scherer. En noviembre pasado la revista celebró su 45 aniversario en medio del acoso desde Palacio.” En un sexenio en donde no se ha demostrado un solo caso de acoso presidencial, a diferencia de los anteriores, se ha querido construir un relato de miedo y persecución en donde la reacción gusta de vivir. En ese mismo artículo, Martínez citaba a Enrique Krauze: “Hacia 2005 algo comenzó a separarnos: la adhesión de Julio a Andrés Manuel López Obrador y mi relación con la televisión. Yo le señalé que su adhesión era incondicional y acrítica. Y le expliqué que mi vínculo (centrado en Clío, empresa autónoma) no mermaba mi libertad e independencia.” La decisión política de Scherer era acrítica, y la adhesión a Televisa, símbolo de la independencia crítica… El libro de Scherer concentra sus obsesiones de los sexenios de Díaz Ordaz a De la Madrid. Me centré en un momento sólo de la época de JLP (siglas inconfundibles), aunque por todas partes están los enredos, los ridículos, la corrupción… Y las extrañas alucinaciones políticas derivadas de haber evocado el restaurante Churchill. Todos los elementos. Quizá sólo faltaría la existencia de un nuevo Martín Luis Guzmán.
Me reí mucho con este libro, el primero que leo de Fernando Aramburu. Pero una vez que terminé de reírme, comencé a culparme, puesto que es importante para mí saber si la risa es un elemento reaccionario en mi interior. O si la risa puede ser revolucionaria. Cuando una persona compra un libro que trata sobre la ETA, ¿sabe que tiene guardar una seriedad absoluta sobre el tema? El terrorismo, las guerras, las tragedias del ser humano, ¿pueden ser motivo de risa? ¿A partir de cuándo, cuántas generaciones hay que dejar pasar para poder reír? ¿Y de qué aspectos? No lo sé, he querido siempre sumergirme en el humor sin tener una guía metodológica. Es que el humor es como el arte, terreno de la libertad. Sin embargo, vemos los más desagradables cartonistas de los periódicos, como el caso del Reforma y su dibujante estrella, aprendiz de fascista… y algo nos impide sonreír. Quiere decir que tenemos una armadura que nos protege. No podría ensayar ni siquiera unas cuantas ideas sobre la risa. El volumen se llama Hijos de la fábula, título que, ahora, a la distancia, me alumbra mucho, no había pensado que los dos protagonistas son hijos de la costumbre de contarse cuentos. Son dos muchachos de Guipúzcoa, Asier (20 años) y Joseba (21), que ingresan a las filas de la ETA y son enviados a prepararse, en la clandestinidad, al sur de Francia. Pero apenas cruzan la frontera, se enteran de que la organización vasca ha sido disuelta y que sus afanes revolucionarios dejan abruptamente de tener un objetivo… No importa, hay que continuar la preparación militar, hay que estudiar la ideología de la organización. Y todo lo hacen construyendo sobre la nada, cuidándose de los posibles espías del gobierno, pero sobre todo, manteniendo el ideal revolucionario. Como son los únicos habitantes de ese ideal, son incomprensibles para el resto de la realidad. Así que son observados como dos personajes del teatro del absurdo, o como Oliver Hardy y Stan Laurel –como acertadamente los críticos han comparado–: vistos como dos personajes que sólo disponen de sus actitudes para fabricar su mundo. Porque ya la comparación con don Quijote y Sancho se me hace un poco más inexacta, puesto que Asier y Joseba no convencen. Son hijos de la fábula, pero hijos desheredados. No logran que nadie crea en ellos, pero tampoco quieren darse cuenta de que ninguno de los dos cree en ese ideal que los llevaba a levantarse temprano a marchar por Euzkadi. Ni siquiera son capaces de comprender a los personajes que los rodean. Hay algo más, los personajes no quieren hacer reír, tampoco pueden hacer sufrir. Ambos regresan a su pueblo, con diferentes anhelos. Uno de ellos quiere saber de su esposa, a la que dejó abandonada en su pueblo. Pero el otro busca dejar impreso su nombre en el libro del heroísmo. Las últimas páginas son conmovedoras. Cada uno decide buscar su destino. No hay tanto humor en ellas, más bien melancolía, porque el que decide seguir el ideal en soledad se hunde en la soledad y no en el heroísmo.
Fernando Aramburu. Hijos de la fábula. México, Tusquets, 2023. (Col. Andanzas)
Del tomo IX de las obras completas de Alfonso Reyes (1889-1959) hubo un aspecto que me interesó en algún momento. Esos momentos a los que él volvía de vez en cuando para recordar su militancia en el Ateneo de la Juventud: los días en que leían a los autores clásicos en casa de Antonio Caso, o las caminatas por las calles de Santa María la Ribera. Heroicos días en que la juventud cambiaba el rumbo de la Historia. Fueron varios momentos… pero uno de ellos, que llenaba de emoción a los ateneístas, fue el homenaje a Gabino Barreda, en la Universidad Nacional, el 22 de marzo de 1908. Fue un logro para el grupo que se organizaba en contra del Positivismo que el Ministro de Instrucción, Justo Sierra, pronunciara un discurso crítico de Gabino Barreda en ocasión de su homenaje. Al finalizar, los ateneístas quitaron los caballos del carruaje del ministro, y lo jalaron para llevarlo hasta su residencia. Reyes dejó escrito, sobre ese momento, que: “no es inexacto decir que allí amanecía la Revolución”. Es una frase que me hace pensar… Como si el Ateneo fuera el padre intelectual de la Revolución Mexicana, como si el proyecto cultural de la Revolución proviniera de ellos, ahí, los jóvenes que esperaban que cayera el Porfiriato en las elecciones de 1910, para luego heredar, ellos, los hijos del poder, el poder que dejaría Justo Sierra. Me parece más bien inexacto, porque fueron los ateneístas en su mayoría, enemigos de la Revolución, apoyaron a Victoriano Huerta y algunos huyeron del país luego del triunfo de Venustiano Carranza. Como filósofos, encabezaron una revolución conservadora, pues opusieron al positivismo, el intuicionismo de Bergson. Ruy Pérez Tamayo, en su Historia de la ciencia en México (2010), considera que los ateneístas detuvieron los avances de la ciencia en México, pues no sólo fueron antipositivistas, sino anticientíficos. No lo creo de don Alfonso, interesado en Einstein, en Sandoval Vallarta (su primo, especialista en los rayos cósmicos) y en las matemáticas. Reyes habría de reconciliarse con la Revolución unos años más tarde, en 1924, cuando escribió Ifigenia cruel. Bien a bien, no sabría decir cómo nació ni qué es el proyecto cultural de la Revolución, pero incluye el muralismo y el nacionalismo… Pero yo he tomado un camino que no era el que pretendía tomar. Pensaba en meditar junto a don Alfonso acerca de la poesía. ¿Cuál es el futuro de este arte? Sus conferencias son largas evocaciones al paisaje en la poesía, los campos que describió Pagaza y que mejoró aún más Manuel José Othón. Yo me emociono como si hubiera estado escuchándolo dictar su conferencia en que Othón es recordado como un católico describiendo una naturaleza panteísta, en que cada ser tiene una voz inolvidable. Ay, ese galope de los berrendos que cruza por su poema y que culmina con el ocaso sobre el desierto: la luz roja del sol se derrama sobre la arena. Un campo de matanza en donde unas horas antes hubo el último sacrificio del amor. Parecía un poeta lejano del desierto, desconocido, antiguo. Por eso, Borges, cuando le preguntó por él a don Alfonso, se asombró: ¿Conoció usted a Othón? Parece de esos nombres de los libros que sólo son nombres. Pero esos nombres alguna vez fueron hombres y alguien pudo conocerlos.
Alfonso Reyes. Grata compañía [1948]. Pasado inmediato [1941]. Letras de la Nueva España [1946] (1969), 2ª reimp. México, FCE, 1997. (Obras completas, IX)