Escribió Oscar Wilde: “El misterio del mundo es lo visible, no lo invisible”. Parece ser que no se necesita más teoría para sumergirse en una obra narrativa. Pero es quizá la teoría más compleja de todos, porque se trata precisamente de no sumergirse en las profundidades del inconsciente o de la ideología. Aunque las obras parezcan metáfora de otra cosa (y quizá lo sean), el reto es mantenerse siempre en la superficie, en el fenómeno. Y lo más fácil para referirse a un libro como éste, de Mario Levrero (1940-2004) tal vez sea considerarlo una metáfora de la vida: una especie de viaje que comienza por una razón cualquiera y lleva a una ciudad de la que no se puede escapar, y además, ¿para qué escapar?, ¿hacia dónde escapar? Tampoco supimos nunca de dónde venía el personaje, sólo que al principio de la novela estaba en una casa extraña y húmeda. Quién sabe para qué quisiera el protagonista volver. Sin embargo, pretende salir de esa ciudad a la que llegó por azar. Si no mal recuerdo, buscaba un estanquillo para comprar querosene, pero comenzó a llover, además la ciudad estaba oscura, y se subió al primer camión que pasó, el cual lo dejó abandonado a la mitad del campo. Y de ahí caminó, siguiendo a una mujer, hasta llegar a esta ciudad. Toda la historia consiste en ejecutar un plan que se pospone y se pospone, consistente en abandonar salir de ahí. Pero cómo… En esa ciudad no hay medios de transporte. Eso se debe a que nadie tiene intenciones de llegar o de irse. Hay cerca, pero imposible saber dónde, una estación de tren. Sólo que será muy difícil llegar a ella, ya que los habitantes de esta ciudad no son muy confiados con los forasteros y lo más probable es que no revelen fácilmente su ubicación. Por otra parte, nada garantiza que haya trenes o que vayan al lugar que uno quiere. Además, es muy noche y no se puede estar vagando libremente por las calles, el reglamento lo impide. Un reglamento impreciso que nadie ha visto, pero parece que todo mundo sigue en esta ciudad. Es extraño, porque la ciudad consta de unas cuantas casas… Así que lo mejor es aceptar la hospitalidad de uno de los habitantes, Giménez, que parece tener cierta jerarquía en este lugar. Sólo que por alguna razón desaparece por las noches. Y esta casa… algo ocurre con ella, similar a los sueños: que sólo se mantiene constante aquello en lo que fijamos la atención. Pero lo que queda a nuestras espaldas, se modifica. Los espacios de un lugar onírico parecen quedar muy lejos. Pareciera que no hay consecuencias de una acción sobre otra… Y, sin embargo, desde el principio, el chofer que manejaba el camión por el cual llegó a esta ciudad ya tenía prisa, ya tenía un compromiso oficial a que lo obligaba el reglamento. Los habitantes de esa ciudad siguen las reglas que dicta dicho reglamento, quién sabe si se pueda llegar a leerlo. Pero aun cuando se pueda, quizá esté escrito en el mismo idioma en que están escritos todos los libros de esta ciudad, en una tipografía que es imposible descifrar. Ni siquiera una letra se puede comprender. Hay un mecanismo que parecería onírico que mueve esta realidad; parecería si no fuera porque el protagonista está despierto. El tema central de esta novela pareciera ser el viaje, el pretendido viaje de regreso (aunque no sea exactamente un regreso, pues el punto de partida era igualmente extraño). Podría uno decir: en realidad, el viaje es el destino. Pero me parece que explica más esta novela la idea de que el destino tiene forma de viaje, aunque parezca inmóvil a lo largo de muchos tramos.
Mario Levrero. La ciudad (1970), prólogo de Ignacio Echeverría, 2ª ed. Barcelona, DeBolsillo, 2010.
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