domingo, 29 de enero de 2023

Nueva recaída en uno mismo (pero aferrándose a Mario Levrero)




La escritura es una sustancia que sale constantemente de uno, un material con el cual uno construye una voz, un estilo… El conjunto de los textos que uno realiza termina siendo algo así como un homúnculo que apenas si puede sostenerse en pie. La idea es que uno lo alimente –con el paso de los años– con sus propias ideas, con sus frases. El resultado final será una especie de criatura que sobreviva al aniquilamiento de mi yo personal. No será algo muy atractivo, desafortunadamente, sino una especie de Frankenstein buscando amor entre los hombres. En fin, he escrito bastantes veces esta misma idea. Le he dicho: en vez de amor, tráeme imágenes, metáforas nuevas que calmen este aburrimiento –el hastío de la autocontemplación. Debo decir que todo es un asunto de dioptrías, de capacidad de enfocar el tema a tratar. Dado que el tema soy yo, debería de enfocarme correctamente. Pero primero, tengo que explicar qué soy yo. Por lo general: una serie de metáforas e imágenes (una boca, unas ideas que revolotean, unas manos), lo cual me ha llevado a descomponer el espíritu de tal manera que se presenta como algo inconsistente, desconectada. Decir algo de mí resulta tan complejo… Si regresan mañana, tal vez pueda tener algo más concreto, pero no prometo nada. Durante tanto tiempo no tuve un yo que me parece difícil construir uno para la ocasión. Todo esto pienso hasta el hartazgo, con una insistencia repetitiva. Así que encontrar el libro de Mario Levrero (1940-2004), La novela luminosa (2005, póstuma), fue una experiencia desconcertante. Nunca tendré fuerzas para escribir algo semejante. Mientras que yo recojo del suelo pedazos de mí mismo para unirlos e intentar que esos pedazos logren sostenerse en pie y luego intenten decir algo de ellos, este autor es capaz de hablar de sí con naturalidad. Vean estas líneas suyas, unas líneas al azar: “Hoy no tengo ganas de escribir; poca energía, un tanto distraído e incómodo; tal vez porque me levanté antes de cumplir con las ocho horas de sueño, no sé bien por qué motivo”. ¿Por qué leía como embrujado extensas páginas semejantes? Quizá porque son lo más cercano a la vida. Hoy faltó la empleada a trabajar y la cocina está hecha un desastre; a las once y media debo de tomar el hipertensivo; los antibióticos me producen malestar si los tomo en ayunas; desgraciadamente, ya no puedo tomar mate, desde hace muchos años, exactamente desde los problemas con la vesícula… Son esos aspectos de la vida que raramente aparecen en la literatura. Preferimos no tratarlos: los problemas con el proveedor de internet, las vueltas constantes a la óptica a ver si ya llegó la caja con la correcta graduación de los lentes de contacto… Todo un entramado diario, una telaraña en la que vivimos y que por alguna razón milagrosa no nos traga. Porque tiene toda la facultad para detener la producción diaria de nuestra vida. Entre la vida del escritor (el planeta) y su obra (el sol), existe todo un cinturón de asteroides (la cotidianidad más repetitiva) que pretendemos no ver. ¿Se fijan cómo es que no uso la palabra “yo” y sí un odioso “nosotros” que sirve para que identificarme con ustedes? Porque Yo estoy por encima de todo eso, del tiempo, del aniquilamiento, de la decadencia. Quisiera que no quedara más que la palabra, porque aquí, dentro de este discurrir, todo eso es posible. Las bacterias, los achaques y las decisiones de los genes…, todo eso no tiene poder. En cambio, Mario Levrero decidió poner en su libro el diario puntual de todo aquello que prefiero no ver. Prefiero cambiarle la conversación a la señora de la ventanilla en el hospital. En cambio, este autor recoge cada día, pone incluso la hora en que escribió su reflexión y su constancia de la vida. ¿Qué contiene exactamente este libro? Vuelvo a ojearlo, intento sacar algo nuevamente de él. Bueno…, se supone que es una novela, pero en realidad ésa comienza hasta la página 455. Antes de llegar a ella, es necesario leer el diario que el autor llevó mientras escribía su Novela luminosa. La vida diaria le da tanta cantidad de material, que, mientras reviso nuevamente sus páginas, me doy cuenta de que retuve muy pocas cosas. Puede hacerse sobre la vida una reflexión que la vuelve infernal: son tantas las cosas que contiene la existencia que tendemos a borrarlas, sintetizamos demasiado. Pero de pronto, una anotación en un libro, un papelito que sale de algún lugar, los viejos mensajes en el WhatsApp… algo, de pronto, nos recuerda que la vida tiene pasajes infinitesimales, pequeños callejones que nos aterran. Ah, es cierto, de pronto olvido que la aparente tranquilidad del estilo de este autor disimula el infierno de vivir. Pasamos del día A al día B, y olvidamos que los minutos y los segundos que vivimos contienen pequeños infinitos que nos acuchillan. Ahora bien, la posteridad quiere tomarnos una fotografía. Pero esa fotografía no es más que un negativo: todo aquello que vemos a nuestro alrededor desaparece y deja ver (si acaso) sólo esto que veo en la pantalla. Quisiera entonces la enajenación completa de la obra. Meter todo en ella, porque será en donde se guarde algo de mí. Neciamente no he metido en ella casi nada de la vida. Mi gatita, la que me acompaña todo el tiempo mientras escribo, los títeres, la terraza. Todo eso es lo que desaparecerá conmigo, puesto que no lo incorporo en mis textos. La novela luminosa cierra el volumen y tiene apenas unas cien páginas. No podría decir exactamente en qué consiste esa novela; quizá en mostrarse más todavía. En mostrarse hasta un punto en que el lector puede incomodarse. ¿Para qué tanta sinceridad? Esta novela es un escarbar en la interioridad, cavar en el yo. Y yo, yo pretendía hacer eso desde el principio, pero ciertamente no me he atrevido. Quizá la cobardía me ha llevado hacia el ensayo. En su caso, Levrero dice que se resiste a escribir un ensayo, se resiste a que las ideas sean las impulsoras de la literatura. Mientras que yo quisiera salvarme en las ideas, adentrarme en ellas para que algo de mí quede dentro. Amaso los textos, pero no sobre la sustancia de mi vida sino sobre la sustancia de mis ideas, anhelando que mis ideas contengan vida, o al menos que la simulen. Que haya una idea que detenga a alguien y la mira, la entresaque para que obtenga vida. Debí de haber subrayado líneas, pasajes… Algunos me los encuentro de nuevo por algún azar, y me duelen. “La vida no ha empezado para mí a los cuarenta. Tampoco ha terminado.” El daimon se ha cambiado de casa… Tiene razón. Para qué se va a quedar a vivir en un recinto con problemas cardiacos, con enfisema y con problemas económicos. Y, sin embargo, el daimon lo toma de la mano y lo guía cuando escribe. En su caso, a la historia íntima del amor y de la desesperación. En mi caso, tan distinto, trabajo de 9 a 5 y salgo a cumplir compromisos. No creo que el daimon me lleve a ningún lado. Pretendo poner vida sobre las ideas cuando lo correcto era poner las ideas encima de la vida. Pero eso significaría comenzar de nuevo para corregir la poética. Mejor no, en todo caso siempre hay otros autores. No tiene caso seguirme, a cierta hora apago la lámpara, tomo la pastilla para dormir, intento que no se me olvide dormir sin darle cuerda a mis ilusiones.

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