lunes, 31 de octubre de 2022

Cantinflas: no me entiendo, pero sí sé lo que digo




Pues bien, toca ahora referirse a Cantinflas, a Mario Moreno (1911-1993), toca delinearlo con tus palabras. Aunque puede ser que ocurra lo contrario, que su personaje y su personalidad agarren tu pobre estilo e impidan el acercamiento. Más bien, a ver qué hará de mí este ser en perpetua lucha. En primer lugar, está Mario Moreno, que creó a su personaje, ¿cómo?, lo ignoramos, todos lo ignoran, y conforme pretenden explicarlo en mayor oscuridad dejan el momento mítico. Luego, se encuentra Cantinflas, que viene del anonimato, de la vieja ciudad de México, ¿será citadino o rural?, por mi parte creo que se trata de una invención urbana, aunque haya tenido sus momentos en el campo, lo que pasa es que el peladito proviene de las calles sin rumbo y sin punto de llegada. Ese peladito (hay bibliografía disponible) tiene su pedigrí, aunque en este caso eso signifique que su estirpe se pierde en los tiempos antiguos, en el pícaro, etc., tema que no nos importa, pues el mismo Cantinflas no muestra mucho interés en quedarse mucho tiempo en esta categoría. De hecho, preferiría salirse de su determinismo social, superarse, trabajar, se electo diputado, tomar los hábitos, representar a México… Así que su creador lo toma entre sus manos y le dice: “Tú y yo conquistaremos el mundo, tú haciendo lo que sabes, a mí déjame hablar, o mejor habla tú, que como quien dice, a ver si le atinamos.” Bueno, sería ridículo imitar su lenguaje… ¿Ah, pero es que no lo imitas? ¡Cualquiera pensaría que a eso te dedicas! No, yo me distingo de Cantinflas en que tengo menos certezas, no sé muy bien lo que quiero decir, pero renuncio a explicarme. Y este actor prefiere darse a entender, aunque… ¿será posible, en este mundo, darnos a entender? Lo que venía yo comprendiendo hasta ahora era que no estaba seguro si Cantinflas se encontraba a gusto en el mundo que le fue creando su representante lingüístico en el mundo de los negocios, es decir, Mario Moreno. Ése, como veníamos intentando explicar, no es muy simpático, se impuso sobre su creación, y creemos modestamente que no comprendió muy bien al personaje que extrajo de las entrañas de la capital. Cantinflas, al principio, tenía un mensaje que decirnos. Todos estábamos muy contentos escuchándolo, poniendo atención para saber qué iba a comunicarnos. Sin duda este cómico había logrado dar con algo parecido a una esencia de nuestra cultura. Por ejemplo, que el significado está ahí a la vista, pero el significante es una arquitectura tan complicada como inútil, que nos impide llegar a donde queremos llegar. Y eso que parecía tan inmediato, tan fácil de alcanzar, se torna inalcanzable. Pero si fuera inalcanzable, ¿cómo es que Cantinflas logra entregarlo? Porque es claro que a espaldas de los expertos en Comunicación, Cantinflas hace llegar su mensaje al público, que sale tan satisfecho y feliz de cada representación. Perdónenme, de verdad perdónenme. Yo tenía tantas ilusiones de lograr un texto comprensible y de utilidad, pero me sumerjo en algo cada vez más milimétrico. Pienso que Cantinflas tuvo varias etapas como personaje: Mario Moreno quiso poner en su personaje algunas de sus pretensiones como empresario-guionista-promotor. Al principio no era su dueño, sino que Cantinflas brotó con vida propia, como una aparición llena de milagro en las carpas del Centro. Luego, cuando su dueño vio las posibilidades económicas, decidió presentarlo en sociedad y ayudarlo a trepar, pero sin perder cosas de su esencia. En fin, ya había dicho casi lo mismo. Pero es que Mario Moreno no tenía mucha idea de lo que significaba su gran personaje. El problema es que Cantinflas ¡no podía cambiar de mánager!, tenía que conformarse con Mario Moreno. Pero, como ustedes comprenderán, cambiar de mánager consistiría en desvanecerse para ya no ser, con lo cual se complica el problema en lugar de resolverse. Mario Moreno fue introduciendo en su personaje algunas ambiciones… Soy un desconocedor de la filmografía de Cantinflas, no paso más allá de algunas películas y de ciertas escenas vistas una y otra vez, pero encuentro en Si yo fuera diputado (Miguel M. Delgado, 1952) una serie de añadidos al protagonista que sólo se explican por la admiración de Chaplin, principalmente en El gran dictador (1940). Cantinflas intenta actuar con el cuerpo, lo cual provoca alguna desdicha para el espectador, ya que no logra las escenas de su ídolo. En lo mejor de la filmografía de Chaplin, todo depende de la armonía de sus movimientos, en tanto el mundo fílmico de Cantinflas se subordina a su discurso. ¿Para qué dedica valiosos minutos a tocar la mandolina y a dirigir sin ensayar una orquesta sinfónica? (En este último caso, la música de Raúl Lavista supera al cómico, lo controla y lo lleva entre sus olas por los compases para depositarlo a salvo en la orilla de la escena, nos quita la sensación de desazón.) Además, al final, el barbero que toma clases de Leyes con su vecino, Andrés Soler, y logra quitar la diputación a un político que encarna los peores defectos gansteriles de los políticos de entonces (en el mundo paralelo de la película no existe el PRI); ese barbero, pronuncia un discurso a semejanza del Chaplin de El gran dictador. Sólo que, en la versión mexicana, Cantinflas pierde ante la política, el discurso político lo aniquila. Ya en otras ocasiones este personaje ha estado en tribunales, frente al juez o en la comisaría (famosamente, en Ahí está el detalle). El discurso legal es la medida que nos dirá quién es Cantinflas (o eso pensamos), al final se escurrirá y le dará la vuelta a los abogados del poder, a los ingenuos señores del jurados y a los jueces que se duermen a la mitad del juicio. De pronto, pienso que el “cantinflismo” es una especie de Frankenstein: un discurso confeccionado con los restos del discurso legal, del político y del pedagógico. Por algún milagro no revelado, comienza a andar, ¡se parece al discurso solemne, llave del relumbrón en sociedad y de la apariencia mundana! Sirve para enamorar (las actrices de reparto caen sin remedio en brazos del cantinflismo, güeras y morenas sin distinción), hace dudar a los señores de mundo y hasta trastoca valores. “¡Con tipos como usted se acabaron los trinquetes!”, exclaman los sabios del barrio y los abogados del distrito al ver que Cantinflas ha logrado la síntesis dialéctica entre la incomprensibilidad y el triunfo en sociedad. Bueno, en medio de todo, Cantinflas dice algo con mucha claridad: "aunque mi lenguaje no sea florido porque nunca lo he regado con la demagogia de falsas promesas". Tiene toda la razón: el cantinflismo se distingue de la demagogia porque no promete, no construye para cautivar ninguna bella realidad: su lenguaje sólo se contempla a sí mismo, intenta entenderse, pero fracasa y vuelve a la carga, sólo para intentar hacerse entender, sólo que el reino de la comprensión no es de este mundo fílmico, basta con disfrutar de la forma, la cual casi logra decir algo, por lo menos lo insinúa. En realidad, en el caso de la insinuación y la malicia, ésas sí se dan a entender. Ante mi fracaso expositivo, me detengo ante una frase de Cantinflas (en El padrecito, 1964). Considero que el secreto de su arte depende que alguien logre explicar su sentido último: “Ora que le confesaré que yo de repente tampoco me entiendo, pero sí sé lo que digo”.

sábado, 22 de octubre de 2022

Mutis, de Elena Guiochíns

  


(Foto de Eva Yñigo)

 

Cuando yo ya no esté, pienso que dejaré la imagen de un secreto laberinto entre los libros, como el que dejan las polillas. Procuro hacer un túnel que lleve de un libro al libro contiguo, con el que casi nunca tiene relación. Sin embargo, hay quienes transmiten para la posteridad algo más bello: por ejemplo, el recuerdo lejano de un inolvidable momento teatral. Esos momentos se reconocen porque quedan en la memoria como una pequeña brasa que nunca se apaga y sigue calentando por muchos años el sitio en donde se encuentra. Recuerdo, hace muchos años, que me presentaron a un señor que había sido asiduo del viejo teatro de revista: me enlistó las obras, las canciones y los artistas de mil novecientos treinta y tantos. Allá por Mixcoac se encuentra la Casa del Actor, en donde viven algunos que son poco recordados, aunque en realidad, varios de ellos tampoco recuerdan nada. No hace muchos años, fui a conocer a Luz Huerta, del dueto de las hermanas Huerta, maravillosas cantantes de ranchero. Me esbozó algunas escenas, no muchas, en realidad muy pocas, de su vida. Con eso tuve para entrever una vida excepcional. Elena Guiochíns, autora de este libro, tocó la puerta de la Casa del Actor y escuchó lo que tenían que decirle los huéspedes que pasaban ahí sus últimos años. Ninguno de ellos alcanzó una fama trascendental, pero, en cambio, todos ellos entregaron su vida a una pasión, y fueron parte de una comunidad intensa, la de los actores del teatro. Como puede inferirse, se casaban entre ellos, viajaban en las mismas caravanas, se vieron envejecer unos a otros, y terminaron desgranando sus recuerdos en estas páginas. Con ellos, la autora trabajó una obra teatral, la obra de la evocación de esos años, el mundo de los años 30 vistos a partir de los recuerdos huidizos en la vejez. Tocó la puerta de las habitaciones de Eva Yñigo, Chuy Carrillo, Chuy Herrera… para escucharlas, entre sus fotografías y sus peluches. Chuy Herrera era la hermana de Marilú, “la muñequita que canta”. ¡No sabía que Marilú tenía una hermana bailarina! Eva Yñigo era sobrina de Eva Pérez Caro, la que enseñó a bailar a la Pavlova el Jarabe tapatío de puntitas; ella trabajó en Upa y Apa, la obra que reunió en Bellas Artes a los Contemporáneos y que es memorable porque fue de las primeras veces en que los bailes regionales se presentaron en la sala principal. Y Chuy Carrillo, hija de una domadora de tigres, fue acróbata, amiga de Toña la Negra y de Cantinflas. Pero estas segundas tiples (es decir, las que bailan alrededor de la estrella principal) se ponen a llorar a medio recuerdo. Así que es mejor salir a los pasillos de la Casa del Actor, a ver los preparativos. La autora preparó con estos actores una obra inspirada en el incendio del Teatro Principal, el 1 de marzo de 1931: así ellos también se despidieron de la escena. Me gusta esta modesta despedida de la vida y del arte: la gran mayoría de aquellos actores no tuvieron siquiera una oportunidad como ésta.

 

Elena Guiochíns. Mutis. Hablan los actores del Teatro de Revista Mexicano: 1900-1940. Tragicomedia en dos actos, prólogos de Emilio Carballido y Carlos Monsiváis. México, Taller del Mono Sabio, 1999.

 

lunes, 17 de octubre de 2022

Obras completas. Novelas I, de François Mauriac


 

Tengo que confesarlo: no soporto las novelas de François Mauriac (1885-1970). Sin embargo, soporto menos este tipo de confesiones, me parecen tan generales que no valen la pena ni enunciarlas ni hacerles caso. Aun así, no me importa. Hay algo en esa moralidad putrefacta de autores como éste o como Gide que me hacen voltear el rostro hacia otro lado. Hace años, quizá por ese feo vicio de leer a los Premios Nobel sólo por el hecho de que sean sus galardonados, que comencé a leer sus obras: provincias incoloras, historias inconfesables, novelas de las cuales no puedo precisar dónde acaban y dónde comienzan. Sus fronteras son imprecisas. No obstante, persistí en su lectura, aun cuando cada nueva novela reafirmaba mi convicción: el horror moral construye a los personajes, los cuales naufragan en su propio espíritu corrupto, matan y engañan llevados por un esencialismo del mal. Corresponden a una visión sensacionalista que lleva a los lectores a consumir la nota roja. ¡Qué apasionante, algo nunca antes visto: la descripción de un ser arrebatado por el pecado! El autor diseccionará el alma de una asesina. El público acudirá ansioso de encontrar en la moral la explicación última del ser humano. Y, luego, esos personajes, que gozan entregando rebanadas de su espíritu para la satisfacción de los lectores escandalizados. Se corresponden el uno con el otro. No es que no goce de ese tremendismo, de la contemplación de este tipo de almas. Pero como descreo de ellas (de sus justificaciones), mi posición es muy incómoda dentro de los supuestos de la narración. Miro claramente los anteojos del autor, desde los cuales mira e interpreta un mundo de enfermedades morales. Retrata pecados, pero no pecadores, con lo que quiero decir que no pude representarme de manera clara un solo pecador. Todos los personajes eran representaciones de ideas morales, largamente enunciados, pero tan intercambiables que pudieron aparecer en cualquiera de las novelas. Quizá con excepción del narrador de Nudo de víboras (1932), el cual escribe su diario por el cual podemos saber que concibe su propia muerte como una forma de venganza contra su familia: los privará de su herencia por odio, como una forma de castigo. Todo lo demás se construye sobre este supuesto, lo cual incluye sorpresas. No las diré, pues quizá a alguien le interese descubrir que el protagonista planea heredar su fortuna a su hijo bastardo (¿se sigue diciendo así?). El libro contiene quince novelas, pero es que también fueron años de lectura… lo que quiere decir que con seguridad tengo algo de cristianismo literario que me lleva a sufrir la literatura. En efecto, un importante porcentaje de mis lecturas cotidianas son flagelo y cilicio. Pero lo que quería decir de este autor era que una de sus novelas me pareció excepcional, contrastando con todo lo que venía diciendo: Genitrix (1923) es la historia del odio de una madre por su nuera, la joven que le arrebató el cariño de su único hijo. Por eso desea su muerte, para recuperar el amor que le arrebató. No recuerdo quién lo gana, si la joven que muere luego de las secuelas de un aborto, o la madre que termina siendo un bulto sin habla, a causa de un derrame. Ahora me río, pero juro que la leí arrebatado por las pasiones del alma. 

 

François Mauriac. Obras completas. Novelas I, 3ª ed, trad. M. Ros, E. Piñas, M. Bosch Barrett, Luis G. de Vegueta, Fernando Gutiérrez, Juan Triadu y J.A.G. Larraya. Barcelona, Plaza & Janés, 1970.

lunes, 10 de octubre de 2022

Esta noche, el gran terremoto, de Leonardo Teja


 


 

En el fondo, sabemos que vivimos y actuamos en tanto que el gran terremoto se decide a aplastarnos. De manera resignada, tenemos muy claro que su designio habrá de llegar algún día. Ni modo, tenemos un esperanzador tiempo que llamamos “Mientras…” y en el que metemos todo lo que pueda caber. Cada vez tenemos más claro que su presentimiento nos rige, de tal manera que nuestra vida se va acomodando a esa certeza que va tomando cada vez una forma más precisa. El Gran Terremoto llegará algún día, y los expertos en el tema nos muestran sus estadísticas y sus gráficas. Es cierto, la tensión se acumula y se acumula, hasta que se libere con la fuerza de numerosas bombas atómicas. Es tan importante que el paso siguiente de las manifestaciones sociales será el organizar el calendario cívico a su alrededor, haciendo de los simulacros el evento social de mayor trascendencia. Todos debemos estar listos para el Simulacro, pues es un evento de una repercusión que opaca los desfiles cívicos y las fiestas patrias. Desde niños, los ciudadanos lo estudian y lo dibujan. ¿Cómo te imaginas al Gran Terremoto?, ¿qué le dirías al Gran Terremoto? Es el gran mito de esta ciudad como en otro tiempo lo fue Quetzalcóatl, el gran esperado. No debemos de escatimar en suspicacias, tal vez hoy llegue. No hay que arriesgarse a que no encuentre hospedaje, por lo que cada hotel está obligado a tener una habitación disponible para él. Como es natural, de esa certeza primera (el Gran Terremoto ha de llegar un día) se desprenden numerosas consecuencias burocráticas, la cuales no nos imaginamos, pero tampoco tenemos forma de imaginarlas, dado que se van sumergiendo en la oscuridad del Estado, como si se sumergieran en las capas profundas de la tierra. Nosotros, en esta realidad de hoy, aún no llegamos a las siguientes etapas de la personificación del Gran Terremoto, como es el caso de la sociedad de esta novela en que la paranoia construye una especie de maquinaria dedicada a prever la llegada del Terremoto. Muchas veces desprecio la preocupación de la gente por la llegada del Gran Terremoto, y hago mal porque me he tenido que despedir para siempre de grandes edificios. Persisto en creer que los pequeños emisarios del Gran Terremoto no anuncian nada más que los ladridos de los perros y el balancearse de los edificios como barcos en el mar de la ciudad. Sin embargo, algunos Medianos Terremotos han pasado nada menos que muy cerca de mi casa dejando una huella y un silencio notables. Sin ir más lejos, el apacible local de té chai a que me llevó Leonardo Teja, el autor de este libro, para hablar de literatura, desapareció luego del paso de uno de esos leves terremotos. Los edificios y las personas persisten en crecer de nuevo, con una absoluta falta de fe en la llegada del Gran Terremoto.

 

Leonardo Teja. Esta noche, el gran terremoto. México, Antílope, 2018.

domingo, 2 de octubre de 2022

Niño perdido, de Ilán Lieberman

  



 

¿Por qué relaciono la obra artística de Ilán Lieberman con la impertinencia? Quizá se deba a que se interesa por todo aquello que cotidianamente tratamos de ignorar: los volantes que nos extienden en la calle con el fin de pedirnos dinero, las hojas pegadas en las paredes del metro que exhiben los rostros de los niños extraviados, la publicidad urbana que nos ofende pero que olvidamos rápidamente. Frente a los músicos callejeros, los sexoservidores, los campesinos, los indígenas y otras manifestaciones de la inexistencia social se despliega el trabajo de este creador. En muy pocas palabras dije ya cosas que se contradicen entre sí, porque no son iguales las manifestaciones de los excluidos –las personas que recurren a los medios a su alcance para intentar una simpatía con una sociedad indiferente– que los espectaculares con sus rostros gigantes que se meten por las ventanas a husmear en nuestros gustos. Comparten algo: la indiferencia de los transeúntes ante estas manifestaciones. Nada tan contaminante como la publicidad del Partido Verde, aun así no la vemos. Lo mejor será intensificarla, pero también descontextualizarla. En eso consistió precisamente otro de sus proyectos: en una casa del Centro Histórico repetir el rótulo que sirvió para las elecciones de 2009: “PENA DE MUERTE PARA ASESINOS Y SECUESTRADORES”. Otra obra consistió en: fotografiar el mismo espacio urbano (un espectacular en medio de la calle) a lo largo de varios meses, para mirar el paso de la publicidad, que se presenta, nos invade y luego se va sin dejar rastro en la memoria. Toda proporción guardada, Monet pintó treinta veces la catedral de Rouen, con diferentes matices y grados de luz. Por nuestra parte, evitamos a toda costa mirar grandes porciones de ciudad, esa enorme Gorgona de lo cotidiano que nos ha petrificado (la imagen es de Italo Calvino). El trabajo de Ilán Lieberman consiste en logar que todo aquello que no queremos ver entre a la conciencia por otros métodos. Este creador se acerca cuidadosamente al transeúnte y le extiende una invitación (a ésta sí hay que acudir porque es elegante, tiene un diseño bien hecho y promete que habrá brindis de honor). Así, la víctima se convierte en espectador y verá con gusto y curiosidad lo que bajo otras circunstancias le repugnaba. Qué interesante es la gráfica de los excluidos, sólo que no se le había visto desde una óptica adecuada. Dicho de este modo, parecería que al llevar estas manifestaciones al territorio de la élite artística se las enaltecería. Sin embargo, no es así. Lo que en realidad ocurre es que el territorio del arte también se transforma; es un espacio que pretende quitar la barrera entre el museo como espacio burgués de la contemplación. Sólo que el terreno que separa hoy el arte de los demás discursos es extenso, así que lo deseable es el frotamiento de ambos mundos, la reflexión que nos pide explicar por qué entra al espacio del arte todo aquello que no entra a casi ninguna parte. Miro el catálogo de esta muestra, Niño perdido (lápiz sobre papel, 2005-2009): Ilán Lieberman decidió reproducir a mano, con ayuda de un microscopio, los rostros de cien niños extraviados. Rostros que algunos han mirado vagamente mientras esperaban el metro. Las hojas originales informan sobre el nombre, la estatura, la complexión, el cabello, los ojos, las señas particulares y la fecha de extravío. No sé si esa imagen borrosa de su rostro ha ayudado a salvar a uno de ellos. Como han pasado tantos años, los miro sin esperanza de nada, no los miro para salvarlos, cómo podría. Lo que era urgencia se convirtió en parte de un proceso artístico que desprendió poco a poco su rostro de cada uno de sus destinos. Las preguntas de tipo existencial, las que tienen que ver con la desgracia, deben de separarse también aquí. Lo que hay ante el artista es una hoja con puntos, porque ya sean fotografías, dibujos a mano o imágenes digitales, son documentos que ocultan una tragedia particular. Mi inquietud, o la inquietud de quien mire esta serie de retratos, es inútil porque han pasado los años, y los rostros han cambiado si es que han crecido. Sus retratos me recuerdan que no sirve de nada mirarlos. No sabemos siquiera sus circunstancias. Quizá aflore una inquietud, lo cual está bien, ya que mientras su anuncio era contemplado en las calles no provocaban nada. Aislar una inquietud, una sensación que no sabe a dónde conducirse, en qué puerta tocar. Esta serie se acabó en 2009, desde entonces han ocurrido tragedias más localizables en el tiempo. Murieron 49 niños quemados en una guardería, en Hermosillo, Sonora, el 5 de junio de 2009. Los 43 estudiantes de Ayotzinapa desaparecieron entre el 26 y el 27 de septiembre de 2014. No hablaré aquí de las causas que se enarbolan alrededor de estas tragedias, sólo que la imagen ha servido de articuladora: los rostros, ya sea sonrientes, difuminados, inexpresivos, todos son la demostración de una existencia. La reflexión en torno de la imagen puede llevar por varios caminos, ya que algunos piensan que detrás de la fotografía técnica no hay nada: es una red hecha de puntos en medio del vacío que a su vez encubre otro vacío, teniéndonos que conformar con la imagen como única realidad, sobre la que se puede crear cualquier realidad. Sí, sería una afirmación de la posmodernidad en torno a la imagen. Hay páginas que crean rostros: un click y un rostro nuevo, otro click y otro rostro. Rostros sin vida, los cuales usurpan con su mirada un lugar en la existencia, que existieron por el tiempo que tuvimos a la vista la página que los creó. Sin embargo, por más que se les pode, el contexto vuelve a crecer sobre estas imágenes. En el caso de los jóvenes desaparecidos en Ayotzinapa, la pugna en torno a sus destinos ha sido más ardua: una sociedad ha tenido que pugnar con más énfasis sobre una realidad adversa para comenzar a tener una respuesta. Son rostros que preguntan por qué, y ahora mismo hay numerosas personas tratando de buscar las palabras para enunciar una respuesta. En el caso de estos niños, la pregunta necesariamente ha de quedar trunca así como su respuesta. No sabremos qué ocurrió con sus destinos. Naturalmente, debe de existir una ventanilla a dónde ir a tocar para preguntar acerca de esta rama del destino. Ya lo hizo uno de los prologuistas (Fabrizio Mejía Madrid), existe una serie de respuestas imprecisas en torno a estos rostros que miran al futuro de frente, atónitos, sin que tengan una noción clara de qué es el futuro. Los niños son sustraídos en gran medida por uno de sus padres sin el consentimiento de su pareja, la quinta parte de ellos fue robada por una camioneta sin placas para ser comprados por parejas que los adoptan ilegalmente. En algún momento de su vida sabrán que tienen rota una parte de su pasado. En el caso de los desaparecidos de Ayotzinapa, es el poder que quiso imponer la aceptación de una “verdad” que tapaba lo que realmente ocurrió. Los niños de la guardería ABC son promesa rota en plena raíz. En ninguno de esos casos la explicación individual basta: su desaparición es resultado de un Destino colectivo, y lo es a un grado en que desaparecer es un verbo que se convierte en un sustantivo, comienza a andar, a tomar una forma histórica concreta, pues la Desaparición ha tomado otras formas en distintos momentos históricos. En un ensayo de 1912, Alfonso Reyes se refirió a los desaparecidos. Eran tiempos más poéticos, en que desaparecer tenía algo de misterioso y estético a la vez, en que el escritor podía cantar una elegía a la estadística que era manifestación de las fuerzas “oscuras e inanimadas que trabajan en la entraña de la sociedad”. Los Desaparecidos de hoy no tienen ese privilegio de la desaparición estética. Sus rostros fueron tomados en un momento en que no sabían que un día cercano tendrían que faltar. Y sin embargo, son rostros que nos parecen atónitos. Miran, no obstante, hacia un tiempo verbal circundante, el pasado, el copretérito, el futuro improbable, para saber si a su alrededor el mundo se ordenará finalmente para otorgar una respuesta.

 

Ilán Lieberman. Niño perdido. México, RM, 2009.