Terminé de leer En busca del tiempo perdido, que en un día ya extraviado comencé a leer. Creo que en esa lejana ocasión salí caminando de la librería, con el tomo primero entre las manos, y lo abrí mientras iba en el transporte público a mi casa, cuando aún vivía con mis papás. Pensaba entonces que iba a avanzar en mi lectura sin consecuencias. Pero al terminar la última palabra sentí la novela sumamente abultada, llena de muertos como separadores, entre sus páginas. Cuando alguien moría, lo ponía cuidadosamente en la página en que iba, para acordarme de mi muerto. Pero no todas las veces funcionaba. Hay algunos incomprensibles, habiendo otros inolvidables –que no necesitan marca en mi lectura. Y yo mismo…, yo pensaba que sólo leería, que vería pasar el tiempo en los demás y no en mí. Desafortunadamente, apenas cerré la última página vi mi rostro, y ya no era el mismo que empezó esta lectura. Radicalmente otro. Qué pena, nadie me advirtió que no se pasa impunemente la vista por la novela de Marcel Proust (1871-1922). En fin, recordé que ése era el pacto con la vida. No un pacto escrito y firmado, pero un pacto a fin de cuentas que uno establece a pesar de su voluntad. Fírmalo si quieres, no importa. Existir es de por sí parte de un contrato. ¿En qué consiste? Verás…, consiste en ser una especie de calendario, de los de antes, de los que se colgaban en la pared; cada una de sus hojas tenía detrás una bonita sentencia, un refrán aparentemente sabio, una receta, un poema, un proverbio… Uno sólo iba adelgazando cada día, compartiendo una sabiduría de la que nadie sacaba provecho. Cada día, una página olvidable. Pero tú querías ser inolvidable, dejar una frase, aunque sea una, digna de repetirse. Yo no conozco a nadie que haya conservado una frase tuya dentro de una de sus libretas. En fin, para qué todo este divagar; ya sé, ya sé…, eso lo has aprendido de este autor. Pero no has aprendido lo esencial, hasta parece que tiraste sus enseñanzas al bote de la basura. Recuerda que este libro revela que en este mundo en que todo perece, hay algo que se destruye más completamente que la Belleza, y es: el Dolor. Crees que tu dolor es eterno, y es la cosa más ridícula y pasajera del mundo. Ni te interesa a ti ni le interesa a nadie. Cuando encontramos una anotación autobiográfica en torno al dolor, nos parece el enigma más incomprensible. ¿Qué me hizo sufrir tanto en esa ocasión, quién era esa persona que me produjo tal deseo de abandonar esta existencia? Qué tonta persona ésa que escribió esta nota. El yo es continuidad, dicen, y resulta que no se parece a sí mismo. No me reconocí, decía, y buscaba mi nombre en mi reflejo, en vez de buscarlo en mi cabeza. Así ocurre en este libro, ¿no es cierto? Dice Proust que, al recordar el nombre, la persona recobra su yo, y deja de ser ese objeto en el que se estaba convirtiendo. De pronto, recordamos el nombre de esa persona, y es como si lo enfocáramos. Repentinamente, tiene personalidad y hasta un sitio preciso en nuestra vida. Hace tiempo compré un boleto y tomé el tren rumbo a Illiers –el Combray de Proust. No pensé que mucha gente siguiera ese rumbo, pero pensé que al menos tenía cierto renombre turístico. Pero ese día, el pueblo se supo sólo para mí. Si no encuentro nada, al menos me sentaré a tomar un café y contemplaré las calles en que caminó este autor. Pero no, ni cafés ni gente por ninguna parte. Nadie por las calles, la iglesia de Saint-Jacques sola. Sus paneles del siglo XV, la Anunciación, los gabinetes restaurados. Uno solo intacto, aquel de la parte trasera, al lado izquierdo, en que el pequeño Marcel se sentaba con su abuela los días de misa. Demasiado frío como para contemplar esta soledad. Mejor ir a la casa de la tía Léonie, a una calle. Es cierto lo que decía el autor, desde su cuarto se veía la torre de la iglesia, aquella del tomo primero. Igualmente, la casa se puso para mí. Sin visitas, los pasillos mostraban los muebles originales de la casa, los documentos y cuadros que la sociedad de amigos de Proust consiguió para exponer. En los alrededores, el bello parque con cierto toque japonés, el agua estancada, los lotos, la sensación de estar en un cuadro impresionista, y la campiña que se extiende a lo lejos. Por aquí debe de estar el camino de Swann, pero no hay a quién preguntar. Venden magdalenas sobre la rue Dr. Galopin, no tienen el sabor largamente esperado, aunque puede ser que no las sumergí en el té, o dada la típica falta de talento. O bien, porque la epifanía busca el momento. Por desgracia, recibir la gran revelación del arte es algo que depende de algo incomprensible. No porque no se pueda comprender, ya que hay bastantes explicaciones al respecto; tampoco se debe de responsabilizar por completo al artista, que bastante hace con esperar. Es una especie de consonancia entre la percepción y el mundo, afinación que se logra sólo en cierto momento. Pero, en definitiva, no es algo que me interese. Ya volveré al tema si es que algún día alcanzo algo siquiera lejanamente similar a una epifanía: revelación que debería venir con su propio instructivo de uso… Oí el paso del río, el paso de las nubes a lo lejos. Pero nada del murmurar de un mundo, el cual sí escuchaba cotidianamente el autor. Una larga conversación sobre topónimos, de la página 128 a la 312, mientras madame Verdurin va recibiendo a los invitados. Qué mujer tan arribista, aunque eso se puede sólo decir en cierto momento, porque ya para el final del libro madame Verdurin ha logrado aquello por lo que tanto padeció, que es pertenecer a la gran sociedad, pues si uno tiene la suficiente paciencia la podrá ver como esposa del príncipe de Guermantes. En las baratijas de la conversación se encuentran joyas. Las pláticas en los salones, las recepciones y las cenas, todo eso produce toneladas de frases, de inmundicias de exquisito sabor. Con ellas, te habrás dado cuenta, se producen grandes monumentos del espíritu, o de la murmuración, que es lo mismo, porque la leyenda de muchas de esas mujeres se construyó sobre una sola frase, dicha en el lugar oportuno, frente al público indicado. ¿Y, por cierto, Marcel?, ¿qué ha sido de él? ¿Qué, no sabe? Ha muerto. Es como decir “fue condecorado”. O: “Le recetaron irse a tomar baños”. En todo caso, ya no puede ir a fiestas. Sus últimas reflexiones fueron conclusiones sobre el paso del tiempo, aunque no hizo otra cosa a lo largo de su vida. Sólo que al final, el tiempo da sorpresas. Por ejemplo: que, el tiempo, siendo un gran escultor, pues cincela pacientemente un rostro a lo largo de décadas hasta que logra su ansiada caricatura de una persona, en realidad sorprende de otro modo: no somos una continuidad en la existencia. En realidad, nos asemejamos a una especie de metamorfosis como las que efectúan los insectos. Toda la vida somos un pequeño animal que de pronto se convierte en un gran insecto inesperado, el de la vejez, que se abulta, se arrastra, se tambalea… Y se muere. Es lo que posteriormente ocurre, siempre. Se procede a poner sobre el muerto una placa, con letras que seguramente serán borradas más tarde por el tiempo, trabajador sin descanso aunque desigual, porque ciertos nombres no puede borrar. Entre los que han muerto en nosotros, algunos tienen nombre, otros permanecen pero no sabemos cómo se llamaban. Con nombre o sin él, hay un secreto, el de la transfiguración en el lenguaje universal de la evocación, que dominaba Marcel Proust.
No hay comentarios:
Publicar un comentario