viernes, 29 de julio de 2022

El pensamiento de santo Tomás, de F.C. Copleston

 



 

¿Filosofía medieval? Esta bien. Casi lo escupió el librero, me lo puso en las manos. Además, lo tradujo Elsa Cecilia Frost y está en la colección Breviarios del Fondo, la cual siempre me reclama que no la frecuento como debería. Está bien que “toda biblioteca personal sea un proyecto de lectura”… Pero si lo pospones demasiado, será un monumento póstumo a tu falta de constancia. Fui dedicado, me sumergí en las páginas de este volumen consagrado a Tomás de Aquino (1224 o 1225-1270) y supe que la novedad que inyectó al mundo del siglo XIII consistió en haber conciliado el pensamiento de Aristóteles con el catolicismo. Antes, pero mucho antes, ocho siglos atrás, Agustín de Hipona había llevado el pensamiento occidental por el camino del platonismo. Tomás de Aquino sería un paréntesis aristotélico porque nuevamente con Descartes se retomaría el camino anterior. Como se trata de una obra de Frederick Copleston (1907-1994), guardé cierto respeto. Fue el gran historiador de la Filosofía que resistió en 1948 un debate con Bertrand Russell acerca de la existencia de Dios. Ante ellos, ni siquiera existo. No tengo necesidad de existir. Ante un pensador –Tomás de Aquino– cuyas ideas trazaron un mundo soy una modesta nada. Cómodamente veo el debate en que Copleston dice que existen seres cuya existencia no se explica por sí misma, requieren de un ser necesario. Si buscamos la causa de un ente daremos con otro ente sucesivamente hasta topar con el muro de la causa primera. El razonamiento realizado en el siglo XIII antes de la existencia siquiera de la idea de ciencia, y mucho menos de ciencias diferenciadas, nos arroja a un mundo muy distinto al que nos lleva la misma pregunta una vez que la documentación sistemática de los fenómenos se ha llevado a cabo. La existencia de Dios no es evidente, tiene que ser explicada, demostrada a través de un razonamiento. De abajo hacia arriba brota el árbol del conocimiento, desde la experiencia, buscando la causa que empuja detrás del fenómeno. Y de arriba desciende la verdad de la fe revelada. Curiosamente, desde abajo no se puede llegar a tocar las verdades que emanan de la Teología. Si el mundo se explica autosuficientemente, esas verdades eternas, por coherentes que sean, se quedan aisladas, solas en su soledad autoevidente. Eso no impide que, por ejemplo, algunos científicos puedan habitar ambos mundos, el de la ciencia y el de la religión. Hay algo que me llama la atención del pensamiento tomista: que sus reflexiones parten de la etimología de las palabras. Conceptos como “sustancia” son posibles porque forman parte de la lengua latina. En griego (ousía) esa palabra significa: “entidad dada en la presencia”. Sería un ladrillo con el que no se puede construir el mismo razonamiento. El edificio resultante es, no obstante, bello. Los sentidos reproducen las cosas; nuestro intelecto, su esencia, etc. Tuve la necesidad de escapar de esa aparente perfección, así que recordé a Enrique González Rojo. Por suerte existen sus palabras al respecto (programa Historia de la Filosofía del 17 de agosto de 1971, Radio UNAM, acervo de la Fonoteca Nacional), que a partir de aquí sólo parafraseo: El santo consideraba pecado elevarse sobre el propio estamento, pues era un orden social creado por Dios. Fue un celoso defensor del feudalismo eclesiástico y consideraba la esclavitud como un castigo por los pecados. La nobleza tiene una inclinación innata a la virtud. Su ideario protegía a la iglesia del estado. Exigía que el estado exterminara las herejías, y cuando se creó la Inquisición, su orden, la dominica, participó activamente. “Fue partidario de las indulgencias: del derecho de la Iglesia a entregar salvoconductos de absolución de los pecados a cambio de dinero, porque según él ‘Dios tiene creado un fondo inagotable de méritos provenientes de las hazañas de los santos a cuyas expensas puede perdonar a los personajes’. Las indulgencias fueron fuentes de inmensos ingresos. La oficina papal llegó a confeccionar una lista de precios y un catálogo de delitos con el nombre de tarifa de la santa oficina apostólica.” Qué alegría escucharlo hablar de la distancia entre el pensar y el actuar, incluso (y sobre todo) entre los santos varones.

 

F.C. Copleston. El pensamiento de santo Tomás / Aquinas (1955), tr. Elsa Cecilia Frost.México, FCE, 1960 (Col. Breviarios del Fondo, 154)

viernes, 15 de julio de 2022

Berlín Alexanderplatz, de Alfred Döblin



No puedo hablar de la novela Berlín Alexanderplatz de la misma manera en que no puedo hablar de la ciudad en que vivo. No sabría de dónde partir y a dónde dirigirme. No sabría si estoy hablando de una colectividad o de una persona (generalmente, de mí mismo). NO SABRÍA. Esta frase debería de aparecer pegada en cada una de las estaciones del metro, en el cartel que tienen los camiones, en los destinos que solicitan las aplicaciones de transporte, y hasta en el mismo destino final debería estar pegado este letrero con mi destino particular. No sabría. Bien, una vez aclarado esto, es decir, que no hay claridad, se puede comenzar a caminar por entre las calles de una novela publicada en 1929, época plena de la vanguardia, de una vanguardia un poco cansada, o bien de una vanguardia plenamente superada. En fin, no importa, finalmente lo que se diga de una época se puede sustituir, se puede arrancar y de hecho se arranca para que llegue alguien más y ponga el siguiente rótulo, de tal manera que las paredes de las épocas estén llenas de rótulos arrancados y de pegostes mal puestos. De esta novela llena de páginas arrancadas del directorio telefónico y de la guía de la ciudad, me encantaría ver el manuscrito. Estoy seguro de que el autor recortó y pegó pedazos de revistas, de códigos, de manuales… Qué bien. No sería el primero, me imagino, pero tampoco el último, pues las novelas de las ciudades necesariamente requieren de este tipo de asideros. Todo esto es necesario para contar la historia de Franz Biberkopf (exconvicto recién liberado, joven aún, con ganas de reinsertarse socialmente, trabajador). Pero ya lo habrán adivinado, la ciudad y sus malas influencias se lo tragan, ya que el contexto es: crimen, asociaciones delictivas, podredumbre social. No hay mucho más allá en el horizonte del protagonista, a pesar de su necesidad de reformarse, incluso de amar sinceramente. De hecho, su joven novia es asesinada hacia el final de la novela, es tragada entre voces y ruidos de una ciudad cuyo barullo es descrito detalladamente. Franz no es el asesino. Fue el asesino, pero de un crimen ya purgado, pues anteriormente había matado a otra pareja. Antes, durante, después, qué importa, lo cierto aquí es que no hay oportunidades de ascender en la escala de la moral. Miren, de hecho el autor ni siquiera se toma la molestia de amasar la realidad ni la materia prima de sus personajes y sus personalidades. Más bien, lo pone todo sobre el papel. No fue un naturalista, aunque no le molestaría ese método ya que es bastante efectivo conocer especímenes de hombre y colocarlos aquí, en el cuaderno, sin volver atrás a darle el último tratamiento. El mejor método de trabajo lo da la propia realidad: las marquesinas teatrales. Así que la muerte y la vida hablan desde los versos de las canciones moda, desde los carteles que anuncian las películas. ¿Recuerdan Nosotros los pobres en que los rótulos de los camiones van dando la pauta de la trama? ¡Si pudiéramos fijarnos en esas señales del destino cuánto nos ahorraríamos! Todo aquello que desdeñamos va marcando los tiempos de la vida, me refiero a las frases hechas, los comentarios de la gente en la calle. La que habla de si va a llover o no. No hace falta más para darle sentido a una historia. Dice este libro: “El mundo está montado de tal manera que los proverbios más estúpidos tienen razón”. Así que no nos esforcemos mucho. Tal como elogiamos la realidad, se va. Se transforma, no dejando rastro de aquello que vimos ayer. Como nosotros mismos no dejamos rastro en ella, no tiene sentido elogiarla. Si somos sensatos, no la recorremos buscando la vida sino la muerte, única manera de hacer algo en el día. En otra página, por ahí, se dice: “¿Cómo puede prosperar un hombre si no busca la muerte? La verdadera muerte, la auténtica. Toda tu vida te has preservado. Preservar, preservar; ése es el temeroso deseo del hombre, y por eso se queda en el sitio y no avanza.” Alfred Döblin (1878-1957), médico de profesión, describe un sector marginal de Berlín, un sitio difícil de querer y de elogiar. Mixtura de sentimientos, ya que a una ciudad la podemos amar en su totalidad y al mismo tiempo odiar parte por parte. O viceversa. El imperio de la ley no es para los pobres, pero tampoco el del sentimentalismo. Siendo así, el protagonista, que es buscado por el asesinato de su novia –pero ya dijimos que no fue él– es abatido por las balas. Kraj. Así hemos acabado nuestra obra en la Tierra, así nos vamos al Infierno con trompetas, con timbales y trompetas. Qué rápida y abruptamente nos vamos. En fin, no importa, ya que el narrador, por mucho que necesite del monólogo interior, puede hacer que el punto de vista salte a otro personaje. De estas argucias saltarinas se vale la vida para continuar su narrativa, sin merma de nada. No le hacemos falta, no nos importa lo que quiera expresar. Debería importarnos pues se trata de la velocidad del tiempo. Las estrategias narrativas son reflejo del mundo. Se desprenden de la dinámica de la realidad que nos rodea. Nada que ver con narrativas previas, en que la voz del narrador bastaba, pues no había nada roto en las ciudades. Pero si nos espía la multitud, si los periódicos hablan y habla la radio, si se escucha el ruido del gramófono y del teatro… se debe de espolvorear la narración en otras conciencias. Largamente, por décadas, se ha gestado la Simultaneidad. Sólo que antes era difícil conjuntar dos mundos, ya que no era posible saber qué hacían las personas al mismo tiempo. Nos hemos esforzado mucho para eso, para sumarnos todos en una misma acción conjunta. El reloj se pone a la hora exacta: la relojería del mundo que comienza con el engrane pequeño del cucú de pared y se conecta por medio de un complejo sistema con el de la bóveda celeste. Todo está en orden, la obra de teatro va a comenzar a la hora exacta, el tren pasará por el andén, etc., etc. Y de manera prevista, llega la hora en que el Destino se cierne sobre el protagonista. Ahora se va a poner interesante. La policía lo busca, así que los ángeles de la guarda se posan a su lado, Sarug y Terah, y conversan entre sí mientras lo acompañan por la calle. ¡Silencio! Hay que escuchar su plática. Se preguntan si vale la pena cuidarlo, al fin y al cabo Franz es uno más en el mundo, de todas maneras la policía va a dar con él. Mira, le dice Terah a Sarug: “Quien vive mucho, quien tiene muchas experiencias, tiene fácilmente tendencia a saber solo y entonces… a evadirse, a morir. No puede más, ha recorrido la vía de la experiencia, y se ha cansado al hacerlo, su cuerpo y su alma se han desgastado. ¿Lo entiendes?” Entendería que luego de este diálogo, los ángeles de la guardia prefirieran entrar al cine. O darse una vuela por el local de los periódicos. Las depresiones ciclónicas se desplazan desde Norteamérica en dirección Este. Se espera que despegue el Graf Zeppelin, incluso viene un análisis de la personalidad del comandante que lo dirigirá. El dirigible es el vehículo del futuro. Qué interesante todo esto. Incluso hemos olvidado al protagonista de esta historia, quien dio vuelta en alguna de las calles cercanas. Se fue meditando acerca de la lluvia y el granizo, contra eso no se puede hacer nada. Pero hay otras cosas contra las que sí se puede hacer, como el Destino, a ése hay que mirarlo a la cara, agarrarlo y destrozarlo. En eso pensaba.

 

Alfred Döblin. Berlín Alexanderplatz. La historia de Franz Biberkopf / Berlin Alexanderplatz. Die Geshichte vom Franz Biberkopf (1929), ed. y tr. Miguel Saénz, 9ª ed. Madrid, Cátedra, 2019 (Col. Letras Universales, 340)

sábado, 9 de julio de 2022

Las penas del joven Werther, de Johann Wolfgang Goethe

  



El joven Werther me es antipático. Como tengo poco espacio, lo escribo de una vez. Ya luego veré qué significan estas palabras, puesto que debo de averiguar hasta qué punto, al referirme a este personaje, me refiero también al joven Goethe (1749-1832), de veinticinco años, quien se sentía reflejado en su creación. No hay que olvidar que esta novela fue considerada por su autor como una “confesión general”. Sin embargo, más adelante, cuando se volvió una moda de los jóvenes vestirse como Werther, cuando se le acusó de provocar el suicidio, y cuando se convirtió en su obra más popular, Goethe también fue alejándose de su personaje. Quizá –dándole vueltas al asunto– no me guste esa acción mecánica tan arraigada en este escritor de vivir e ir a confesarse a la literatura. Difícilmente me imagino a mí mismo en ese ir y venir, en ese movimiento pendular de la vida y de la literatura. Como estoy impedido, mejor me irrito. Hay una historia real en el fondo de esta novela: Goethe conoció a Maximiliane, una joven de dieciocho años comprometida con un hombre veinte años mayor que ella, Pietro Antonio Brentano. Naturalmente, el novelista no era bienvenido en este hogar, así que su alejamiento de los Brentano fue la primera motivación para escribir el Werther, a la cual se le sumaron otras. Hay entonces una bifurcación entre vida y obra, ya que el protagonista del libro tomó el camino del suicidio, en tanto que Goethe se dedicó a escribir. Me pregunto algunas cosas, por ejemplo, ¿qué pensaba desde su propio camino al mirar a su personaje? Puesto que el autor sufrió una especie de muerte al encarnar a un suicida, ¿se liberó de una carga? Nada tan lejano de Werther como el espíritu de su autor, tan mundano y enamorado. En cambio, el protagonista de esta historia se sumerge en sí mismo en una experiencia aterradora. Incluso antes de la decepción amorosa, el suicidio revolotea por la novela. Pero yo no llamaría sinceridad a las epístolas de Werther, hay demasiada literatura. Ha enfermado de literatura, como enfermara antes el Quijote y lo hicieran después madame Bovary y el distinguido Ignatius Reilly. Se trata de diferentes manifestaciones del mismo mal que afecta con mayor o menor versimilitud a quienes se encuentran aquejados por él. Werther: un largo monólogo con demasiadas didascalias para mi gusto y que culmina con un suicidio sobreactuado. Tal vez crean que me quiero parecer al viejo Goethe que se indignaba contra su personaje de juventud. Nada más lejano de eso, pues el tema de la sinceridad es de mi gran interés. Sólo que ignoro si será posible. Si pienso que la escritura es el momento de gran libertad, pero que al mismo tiempo me parece imposible concedérmela, entonces ¿cuándo podré escribir lo que verdaderamente deseo decir? Quién sabe, no quisiera profundizar mucho ante esta imagen que me ignora y que me refleja.

 

Johann Wolfgang Goethe. Las penas del joven Werther / Die Leiden des jungen Werthers (1774), trIsabel Hernández, il. Daniel Nikolaus Chodowiecki. Barcelona, Alba, 2011.

sábado, 2 de julio de 2022

La máquina de pensar en Gladys, de Mario Levrero

  



Leer al uruguayo Mario Levrero (1940-2004) puede ser una actividad muy divertida: todo es risa y alegría hasta que se cae en cuenta de que su literatura es una representación del infierno. Una representación del tipo kafkiano. Ya saben: hay que llegar del punto uno al punto dos, pero antes hay que pasar al punto intermedio, y antes a otro punto intermedio, hasta que la llegada se torna más y más distante. O la descripción de un asunto que entre más se profundice más incomprensible se torne. Y la persistencia nuestra en leerlo porque pensamos que algo va a ocurrir, pero no alcanzamos a encontrarle sentido. Por el diario que incluye en su Novela luminosa, sabemos que amaba a Kafka; de hecho, sabemos el día y la hora en que volvió a encontrarse un libro suyo en determinada librería de Montevideo. Y al igual que Kafka, sabemos que se divertía con sus textos. Mientras que el autor checo leía sus textos a sus amigos, entre carcajadas, porque el señor K. nunca iba a saber de qué lo acusaban, los textos de Levrero son divertidos porque es un autor que fue editor de crucigramas y guionista de cómics. Tomé este libro, junto con su novela póstuma, La novela luminosa (2005), de un montoncito de sus obras, en una librería de Montevideo, sin darle mucha importancia y sin saber que me nacería una pequeña obsesión. Ahora quiero saber todo de él, quiero recordar insistentemente a quiénes he visto un libro suyo subrayado, quiénes me han dicho alguna palabra sobre él. No se me escaba que sus textos contienen, en esa indiferencia suya, en esa vocación por el humor, una desesperación existencial. Era minucioso y era descriptivo, a un grado en que el objeto en que se fija se va haciendo más y más complejo, más incognoscible. El encendedor se descompone: lo va desarmando, va extrayendo piezas cada vez más grandes hasta que es posible entrar por conductos que llevan a una calle, “la calle de los mendigos”. Ojalá haya un bar abierto, para comprar cigarros y fósforos. Creo conocerlo porque cuenta, en su última novela, los aspectos más cotidianos y descarnados. Así le llamo yo a su obsesión por el porno y por los juegos de computadora; porque relata todo lo que su doctora le dice de su presión y porque día a día observa y relata lo que pasa con las palomas de la cornisa de enfrente. Podría caer en una obsesión parecida por él, dedicándome a leer lo que encuentre en internet. Pero no voy muy adelantado en este proyecto, apenas sé que consideraba la literatura como una hipnosis, en la cual yo he caído, pues hay algo de circular en esta idea. La máquina de pensar en Glady fue su primer libro, que algo tiene de Cortázar, por ejemplo, cuando se dedica a describir una casa abandonada, cuya simplicidad va quedando desfigurada según se va convirtiendo en una especie de “jardín de las delicias”, es decir, también en una maquinaria infernal y surrealista. He dicho poco porque sé poco, aunque quiero decir algo importante, pero no hago más que desviarme y desviarme. De hecho, de eso trata “El sótano”, la historia de un niño que vivía en una casa muy grande. Tan grande que nunca volvía a ver el mismo cuarto. Quiso saber qué había en la única puerta cerrada que encontró. Su padre le dijo que era un sótano al que nadie debe de llegar porque ahí hay algo que nadie debe conocer. Sólo el abuelo podía decirle qué hay en ese sótano, ¡pero es que el abuelo aparece sólo de vez en cuando en cuartos tan distintos y sólo responde una pregunta por día! Y el abuelo conduce con sus respuestas a sitios tan distantes como el jardín. Además, entre cada una de estas escenas van pasando los años… Olvidamos que cuando contamos alguna de nuestras historias, los episodios van separados por incontables sucesos de la vida. Entre más minuciosa se vuelve la descripción de un hecho, tiende al infinito. Incluso hay un teorema matemático al respecto, tendríamos que buscar cuál. Mejor no hacerlo, porque cuando lo hacemos, cuando vestimos existencialmente un teorema, y se convierte en una angustia que algunos autores hurgan para entretenerse.

 

Mario Levrero. La máquina de pensar en Gladys (1970), 2ª edMontevideo, Criatura Editora, 2017.