Existe un mundo interno en el cual uno se puede refugiar. En mayor o menor medida, los artistas lo crean para habitarlo. Para entrar en él, se debe de tener el espíritu fuerte, pues de otro modo las preocupaciones cotidianas impedirían el paso. Sin embargo, es precisamente en tiempos de grandes problemas cuando los mundos interiores florecen. En medio de la miseria, ha habido poetas que se internan en regiones imaginarias más prometedoras. Para ilustrar esta pequeña teoría, quisiera andar por un rato por la Ciudad de México de los vates, esos rapsodas modernos que combinaban la inspiración con el tequila. Iban por las cantinas del Centro, como decía Renato Leduc, como Homero por las ciudades griegas. Casi nada nos ha quedado de su poesía, y se necesitaría todo un instrumental teórico para desenterrarlos y saber algo más de ellos. Walter Benjamin, en su libro sobre Baudelaire, dejó herramientas para comprender la bohemia, que es como se llama la atmósfera en que brotaron, con sus viejas gabardinas, sus corbatas deslavadas y sus miradas hurañas. Cada uno tenía su leyenda, la cuidaba como su máxima posesión. Añoraban el París de Verlaine, desconocían el lujo, pero tenían su propia aristocracia. Nadie que yo conozca, ha oído hablar del vate Fernando de la Llave… ¿Nadie? Bueno, una persona sí. Un día, en una conversación, mi amigo Gustavo García y yo invocamos su alta figura lenta y su voz grave; porque cuando Gustavo escribió la biografía de Pedro Armendáriz, se enteró de que el Vate fue amigo del actor. Me contó que llegaba a las cantinas y gritaba: “¿Quién tiene un tostón para el taxi?” El desventurado que sacaba el tostón era la nueva víctima del Vate: “Amigo, estoy eternamente en deuda con usted”, y se sentaba a la mesa hasta que comía y bebía a cuenta de quien lo había auxiliado. En su departamento tenía muebles con rueditas, para que el día en que tenía que pagar la renta, el cobrador lo encontrara “agonizando” sobre un catre, en una sala vacía, pidiendo unos días más para ponerse al corriente. Creo que sólo dejó dos libros: Migajas de sol y De smoking. Si se busca con dedicación, seguro que se encontrarán más textos de él en las revistas de su época. Tengo en mis manos el primero de esos libros, con poemas que hablan del instante, de temas que se esparcen ante el barullo, como los trémulos amores o la inquietud de las almas. Pero decía que estos poetas cuidaban como nada su leyenda. Seguro que el Vate contaba la suya: que siendo alumno de Derecho, en 1931, tuvo la ocurrencia de formar una delegación estudiantil para ir a conocer Japón, idea que tuvo el beneplácito del secretario de Educación. El Vate reclutó un estudiante de cada facultad, y, antes del viaje, compró en la Lagunilla la imitación de una figura prehispánica que presentó ante el emperador como un regalo del gobierno de México. A cambio, Hiroito le dio al Vate un Buda de oro que él llevó inmediatamente a su hotel. Hizo sus maletas y dejó abandonados a sus compañeros, mientras que él fundió su Buda y se dio con él un largo viaje por Europa. Era la historia que contaba a sus amigos, entre los que estaban Andrés Henestrosa, Agustín Lara, Renato Leduc y muchos otros. La realidad era más compleja, pero como siempre, bastante más sosa que las historias del poeta…
Fernando de la Llave. Migajas de sol. México, Grecas, 1926.
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