domingo, 1 de mayo de 2022

El vendedor de pasados, de José Eduardo Agualusa


 

No soy experto en la fauna de Angola. Mucho menos en la presencia, en ese país, de gecos (esa agradable lagartija con cuerdas vocales que en México llamamos cuija o lagartija besucona). Sin embargo, parece que tanto allá como aquí, son animales bien recibidos en las casas porque les gusta trepar por las paredes y comer insectos. Hay alrededor de 1500 especies de gecos, viven en todas las zonas cálidas del mundo y no les gusta la sociabilidad. A esto se reduce mi conocimiento acerca de estos pequeños reptiles; pero es importante, ya que el narrador de esta novela es un geco. El autor, José Eduardo Agualusa (1960), da sólo unos pocos datos más, ya que dice que se trata de una especie atigrada; pero entre las autoridades (es decir, en Wikipedia), no he encontrado nada más al respecto. Existe un geco leopardo que vive en las zonas desérticas de Irán y Paquistán, así que no se trata del mismo. El Diccionario de la Real Academia, como acostumbra en éstos y en algunos otros casos, no aporta mucho al respecto. Ni siquiera sugiere una manera de escribir la palabra, aunque acepta que proviene del inglés gecko, y a su vez del malayo gēkoq, que es una onomatopeya del sonido que emiten estos pequeños lagartos. El propio autor no se interesa demasiado en asuntos de taxonomía, y sólo en un rincón de la página 28 nos revela que la historia la cuenta una lagartija que observa todo lo que ocurre en la casa de Félix Ventura, un albino que se dedica a fabricar pasados para la gente más poderosa de Angola. Que el narrador sea este pequeño animal es una de las sorpresas de la novela. Pero tenía que revelarla, pues de otro modo no sería posible hablar de ella. La reseña no es un género para gente discreta que cuide los intereses del autor, sentimos en el alma. Pero no comprendemos para qué alguien lee una reseña pudiendo evitar su lectura. En un feo género que se trepa de las paredes y las más de las veces se alimenta de bichos. Mira por todas partes y el autor pocas veces sabe que está siendo espiado por un pequeño animal que repta y que sabe treparse por donde sea para sacar sus mínimas satisfacciones. Para saber algo más del autor de la novela –es decir: del creador del narrador–, quisiera citar dos epígrafes de otro libro suyo (La sociedad de los soñadores involuntarios, no la he leído, la tengo aquí junto a mí, esperando): “Lo real me da asma” (E.M. Cioran) y “Acordémonos siempre de que soñar es buscarnos” (Bernardo Soares / Fernando Pessoa). Pero vienen a propósito porque la lagartija de esta novela sueña. De hecho, sus sueños forman capítulos independientes. Los sueños son los espacios en que se encuentran Félix Ventura y el geco, hablan, se cuentan sus asuntos. Esta pequeña lagartija que, por otra parte, recuerda su reencarnación anterior. Y ahora volvió a brotar en la vida pero en forma de reptil. Vive brevemente para narrarnos. Todavía no cuento nada de la construcción de esta novela. Espero hacerlo, si es que las palabras me lo permiten. Pero ahora quiero construir un poco al escritor, del cual sé tanto como si fuera también un geco. Sin embargo, muchas cosas me dicen de él sus elecciones narrativas. Por ejemplo, la narración que se vale de sueños y de almas y metempsicosis, me recuerdan a dos autores que menciona a lo largo de su texto: Borges y Eça de Queiroz. La casa del albino es también una biblioteca de libros raros y antiguos. El gran Eça de Queiroz, el extraordinario y exquisito novelista, llamado “realista” y “naturalista”, pero en cuyas obras se incorpora como si nada el mundo fantástico. Como cuando sus personajes de pronto, como si nada, se encuentran frente a Jesucristo y a su madre, María. O aquel oficinista que puede apagar una velita y, con ello, matar a un mandarín y heredar su inimaginable fortuna. Leemos la literatura de un país sobre el cual sabemos pocas cosas y resulta que dentro de su tradición están los autores que conocemos: el canon occidental, aquel que tanto desagrado nos dio aprender en los libros de Harold Bloom, porque lo considerábamos el san Pedro de la crítica literaria que decía quiénes sí entraban al reino de los cielos. Y ahora, vemos a García Márquez y a Baudelaire nadando cómodamente en las obras de autores tan aparentemente exóticos, como el chino Mo Yan. Y aquí, la voz de la tradición portuguesa, el idioma más hablado en el hemisferio sur, y la misteriosa poesía que tiene la voz de este autor. Ya han visto que no conozco muchas de las cosas que refiere el autor. Además, inventa la mayoría. Así que lo mejor es pensar que todo es invención. Hasta las canciones que se escuchan en los discos de vinil son ficticios, junto con el repertorio que canta la inexistente artista brasileña, Dora la Cigarra. Las mujeres que cada sábado el albino lleva a la casa se espantan con las miradas de los cuadros antiguos, los caballeros antiguos, el retrato de un príncipe del Congo, la sonrisa burlona de una bessangana, una de aquellas altivas mujeres angoleñas, hijas del mar y guardianas de la sabiduría del país. La casa de Félix Ventura es un pequeño laberinto de intimidante historia. Mejor algo de música, ¿no?, algo de kuduro o de kizomba. ¡Al fin algo que existe!, aun cuando no lo conozca. Pero habla de aquel reino del sur. Son dos géneros musicales que hablan de la cercanía entre Angola y Brasil. El kuduro –aclara la traductora– es un género angoleño que ha hecho furor en Brasil, al grado de que una telenovela, Avenida Brasil (2012), lo usó como tema. Fue creado por el músico Tony Amado en los años 90: parece breakdance, tiene beats de música electrónica, pero inspirado en danzas tradicionales. Es el ritmo que se ha convertido en parte de la identidad del país. Como significa “culo duro”, es posible imaginar las coreografías, las cuales son fundamentalmente improvisaciones. Por su parte, la kizomba fue creada por Eduardo Paim en los años 70. Es un baile de pareja, más lento, que puede parecer a primera impresión parecida a la bachata, pero en una versión barroca. Es la mezcla de los bailes típicamente angoleños con los bailes que los soldados cubanos llevaron a África, especialmente el zouk de Martinica y Guadalupe. La kizomba ha llegado a México, hay clases especiales de este género, aunque muchos viajan a Luanda para aprender los pasos directamente con los campeones de este baile. Las vidas pasadas, los óleos del siglo XIX, abren los ojos con estupor ante esta música. La importancia de la música en la novela se debe a que Agualusa es experto (tiene su propio programa de radio, La hora de las cigarras, sobre poesía y música). Mientras lo escucho, regreso al pasado en el árbol genealógico de la kizamba hasta llegar al zouk, para descubrir al pianista martiniqués Marius Cultier (1942-1985), colindante con el delirio. ¿Lo conocerá Agualusa? Pero nos encontrábamos en la novela de este autor…, o pretendíamos hablar de ella. Tendrá que abrirse una puerta para que entre un misterioso personaje, José Buchmann, que solicita los servicios de Félix Ventura: requiere un pasado que lo haga angoleño. El albino le prepara un pasado sumamente atractivo, pero le advierte que no lo investigue, que no se sumerja en esa historia, que no busque a su madre ficticia. Pero Buchmann decide buscar su “pasado”. Parece que he logrado caminar por la orilla de la novela, sin entregar demasiado de sus secretos, ¿tal vez porque yo mismo los ignoro? Por cierto, la lagartija se llama Eulalio, y es la reencarnación de Jorge Luis Borges. Es como si fuera la metáfora de que las referencias a América y a sus escritores reencarnaran en un cuerpo desconocido para mí, el lejano y apetecible cuerpo de la literatura africana.

 

José Eduardo Agualusa. El vendedor de pasados / O vendedor de passados (2004), tr. Rosario Peyrou. Barcelona, Edhasa, 2018.

  

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