viernes, 28 de mayo de 2021

Un picnic por el Otro (John Keats, a doscientos años)

 

Hace dos siglos murió John Keats a los 25 años. El mejor tiempo para morir. Después de esa edad, se acumula la vida y ya nada puede ser liviano. La vida se nos sale, como borra, por los ojos y por las orejas, se nos sale por la boca sobre el plato. Se nos cae de las comisuras cuando platicamos. Algo bastante desagradable. A los 25 años no ocurre nada de eso, nada nos ha desilusionado. No parecemos un muñeco de peluche usado. Tampoco tenemos tiempo para recurrir a metáforas extravagantes dado que nada se ha gastado. En el caso de Keats, él fue un poeta extasiado ante la vida de una manera ciertamente infantil y voraz. W.B. Yeats escribió que Keats fue “un niño con la cara aplastada contra el escaparate de una confitería”. Apetito por la vida, naturalmente. Pero quién sabe si tuvimos la suficiente solvencia como para comprar algún placer. Creo que no, regresamos por el camino sin nada en las manos. Ciertamente, no estoy seguro de que hayamos admirado a ningún poeta por sus buenos modales ante el espectáculo de la vida. La gula es uno de los pecados que nuestro nutriólogo nos ha aconsejado no seguir. Sin embargo, lo siguió plenamente este poeta, hasta el grado de hacerle torcer el gesto a varios de sus comentaristas; visiblemente, Matthew Arnold no estaba de acuerdo en el retrato que Keats había dejado a la posteridad en sus Cartas, libro que, decía, no debió de haber sido publicado. ¿Qué decir al respecto? Él mismo pensaba que no hay nada tan impoético como un poeta, nada tan falto de contenido como un creador de versos. Simplemente, no tiene identidad. Siempre, el poeta, busca darle identidad a otra cosa, a una flor, a una mujer, a la mañana rosácea. ¿Será que puede decir algo que brote de sí mismo? ¿Cómo puede ser eso, si, como ya dijo, no tiene naturaleza? En una habitación con demasiada gente, el poeta es cada vez menos él mismo. Vean que ocurre: el poeta, que vive en esa pequeña cabaña del Ser, sale a pasear, se encuentra con gente, se agobia en las calles, y cuando regresa a su pequeño cuarto se da cuenta de que no es él quien regresó a sí mismo. Sobre la mesa, al otro día, se encuentra una inquietud que no es la suya, la cual no se quiere ir nunca, persiste en el cuarto, junto al desayuno, le han crecido uñas, raíces, pelo, ojos, y no se quiere ir. Tocan a la puerta. ¿Quién es? Es el público que viene a ver qué has hecho con su inquietud. Nada, ponerla en versos, a ver en cuántos sonetos se dispersa. Y todo esto lo padece un joven indiferente a los aplausos, poeta que no soporta que lo metan a esos salones literarios en que se da la especie de los famosillos, regada por los vulgares aplausos. Yo –es decir: él– seguiría trabajando sobre ese soneto dejado incompleto al anochecer aun cuando a la mañana se destruyera y aun cuando nadie posara una mirada sobre él. Pero todo esto no lo dice el poeta, quién sabe qué alma está encarnando, quién sabe en lugar de quién está pensando. Y escribe con anhelo: “Ojalá la siguiente frase sea mía”. Yo pienso igual, ojalá las frases que me rodean sean mías, ya que ésta no lo es. Ninguna de mis frases me pertenece, siempre acarreando agua de otros molinos, siempre leyendo para merecer influencias. Siempre pensando que sólo los otros tienen voz. ¿Para qué busca uno “su voz”? ¿Para escucharla o para hablar a través de ella? Quiere decir que la voz poética se encuentra tirada por el bosque. No se construye. Claro que no. La encuentra uno en el camino y muerde, pica. Es un mosco insufrible. Ahora tengo que escribir como esa voz, de la cual no puedo decir que sea ajena pero tampoco que sea mía. A propósito, ¿quién está hablando? ¿Ese lejano y joven poeta o yo mismo, aquí, en un mundo despojado de toda poesía? Ah, no, nada que ver. Hay una diferencia esencial. Así como yo, así como otros, que vamos a tientas por los caminos de lo potencial, quizá logremos ver algo. Pero John Keats –lo dice Julio Cortázar– nació fruto. Nada de flores anticipatorias. Nada de embarazos poéticos, anuncios. Es el nacimiento de un joven que decide ser poeta. Ser poeta es una elección existencial que ocurrió en 1817, de ahí que fueran nueve años, casi una década de frutos poéticos. Nuevamente, la mala educación de no respetar la educación literaria: las lecturas, el estudio, la perseverancia en la preceptiva, los viajes que instruyen, etc., todo en orden. Y no esa vanidad de elegir la poesía y serlo repentinamente. Hay algo vulgar e innoble –escribe Arnold– en darle rienda suelta a los sentimientos, en abrir la herida del amor como una herida supurante ante los alumnos de medicina que quieren saber todo acerca de los sentimientos que hay que guardar decorosamente. Pero este joven, como dijimos, quiso sumergirse en las sensaciones. Hasta sus poemas que narran amores antiguos, medievales, sangran con sangre intensamente roja. Puede ser que a partir de aquí se abra, frente a nosotros, una bifurcación. Dice Keats que hay dos tipos de vidas: aquellas que son comunes, y otras que adquieren cierto valor y que, por tanto, son una continua alegoría: “Shakespeare llevó una vida de alegoría: sus obras son los comentarios sobre ella”. Naturalmente, nosotros vamos como un rebaño, por el camino de las vidas comunes. Las otras son difíciles de descifrar. No podemos llegar a ver el misterio de Shakespeare, el misterio de su vida. Los demás ni siquiera contenemos un misterio, lo cual resuelve buena parte del problema. Por alguna fuerte inercia nuestra literatura durante cierto tiempo volteaba a ver a Francia, y aunque ciertos poetas tenían predilecciones por algunas formas del Romanticismo inglés, ciertamente no sé de muchos caminos que lleven a ese mundo (y eso que no han de haber sido indiferentes a Villaurrutia, porque hay una poética del sueño, una madurez del alma que logra el conocimiento onírico). En realidad, Keats es para mí un reguero de papeles a mi alrededor, libros que no alcanzo a comprender del todo, cartas que leí para entrar a una pretendida intimidad que no pude descifrar, una personalidad tan joven como compleja, misteriosa. Hablando de misterio, hay uno que me atrae: en 1952, Julio Cortázar escribió un extenso libro sobre este poeta, una especie de diálogo con su vida y con sus poemas, pero por alguna razón sólo se dio a conocer, póstumamente, en 1996. Cuando Keats conoció a Fanny Brawne, la amada de su corta vida, escribió el poema La víspera de santa Inés, el cual desmenuza Cortázar finamente: explica cómo “Madeline” sueña con un amor y realiza un ritual para volverlo realidad; esa misma noche, “Porfirio” se cuela en su habitación. Mientras ella sueña en el amor, él la posee en la realidad. Siendo ésta una moderna balada medieval, ocurre en un castillo, durante un festín nocturno. Al otro día, todos los habitantes del castillo, ahogados de vino, no oyen que los amantes se fugan para vivir su amor. Sin embargo, no hay nadie que los persiga, como a Tristán e Iseo. Éstos se desvanecen en el bosque y se funden en el amor. Finalmente, aquellas frases que subrayé en mi libro de Cartas de John Keats, que me atrajeron poderosamente, también atrajeron a Cortázar: esa insistencia de Keats en sentirse invadido por la personalidad de aquellos que lo rodeaban, ese convertirse en los demás. “Poética del camaleón”, la llama. Se trata de una cacería del Ser, un asedio del otro. Un procedimiento poético que funciona por aproximación y que culmina en el desencanto porque es imposible perderse en otro. Ay, el triste camino de regreso a uno mismo… Por suerte, ya no hay espacio para abordar ese tema.

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