jueves, 28 de junio de 2018

2018: ¿AMLO Presidente?, de José Antonio Crespo



A este libro le quedan horas de vida, pues el sentido manifiesto de su escritura es hacer un pronóstico acerca de las posibilidades de Andrés Manuel López Obrador de llegar a la presidencia. Así que su utilidad tiene una fecha límite, lo que significa que después del día de elección dejaremos este libro en el estante, en el mejor de los casos, pues lo más seguro es que nos deshagamos de él. Sin embargo, ¡un momento!, hay algo que no quisiera pasar por alto, pues generalmente, en los libros coyunturales tendemos a mirar hacia donde nos dice el autor que miremos, hacia el fenómeno. Pero en este caso, me gustaría revisar el instrumental con que lo hace. Unas incisiones aparentemente limpias sobre la realidad, un método impecable que mide el presente y lo somete a la experiencia histórica. De hecho, el autor volvió a insistir en las ideas centrales de su libro en su columna de El Universal (25/06/2018): el crecimiento de la popularidad del candidato de Morena se debe al hartazgo acumulado por el PRI, la discutible división del electorado en dos bandos (morenistas y sus adversarios), la ventaja de AMLO ha sido no sólo su prolongada campaña sino sus constantes salidas de tono, etc., etc. Muy bien, nada que objetar. Incluso, su predicción más sugerente llama la atención: que el voto útil depende de quién vaya en segundo lugar en la recta final. Los panistas tenderían a votar por el PRI para frenar a López Obrador, en tanto que los priistas preferirían votar por el candidato de Morena. Desafortunadamente, parece un poco inoperante en estos momentos, pues el segundo lugar es tan difuso que las encuestas no se ponen de acuerdo. Muchos han dicho: votaré por el que vaya en segundo lugar para impedir la tragedia del triunfo de López Obrador. Ojalá tengan buena puntería, pues es difícil que atinen con ese posible segundo lugar, lo cual es grave, ya que es un sector que votará en esta ocasión con una convicción negativa. Y además, el objetivo se mueve bastante. En fin, eso en realidad no me importa. Es otra cosa: ese ideario asumido que rodea las consideraciones del autor, una red de pensamiento que hunde sus pies en la ideología, en el lugar en que las ideas dejan de verse a sí mismas para tomar la apariencia de verdades sagradas. ¡Un ideario político, qué emoción! Momento, detén ese entusiasmo, no es para tanto. Es más bien decepcionante, pues el académico del Colegio de México y de la Universidad Iberoamericana intenta construir con ideas una construcción más bien endeble. Nos da un contexto para comprender a AMLO y a su movimiento. Nos dice que hay dos tradiciones filosóficas: el realismo y el idealismo. Es un poco raro, ya que estamos acostumbrados a que los filósofos nos digan que quienes en realidad se enfrentan es el materialismo con el idealismo. Pero está bien, aceptemos esta división por un momento. El realismo tendría como supuesto que el hombre tiene una naturaleza egoísta (Maquiavelo, Hobbes, Madison, Weber), mientras que los idealistas (Platón, Rousseau, Marx, Bakunin) reconocen la existencia del egoísmo humano, aunque cierto tipo de organización social y política logrará que los hombres se transformen en personas altruistas, solidarias y felices. Es el caso del “hombre nuevo” de san Pablo: aquel que se “reviste del amor”. Naturalmente, no tiene nada que ver con el término de “hombre nuevo” del marxismo, pues esta filosofía piensa que el hombre es el resultado de las relaciones sociales en que vive, y que el cambio de relaciones sociales implicaría un “hombre nuevo”. Esta extraña asociación de nombres que realiza el autor de este libro es resultado de que, en el fondo, tiene una sola idea del hombre: un esencialismo que considera que el ser humano puede tener una naturaleza buena (o una mala). Está bien que lo piense, pero no que le atribuya un pensamiento tan extraño, por ejemplo, a Marx. En tanto que Hobbes y Rousseau son dos caras de la misma moneda del esencialismo, el materialismo histórico considera que el hombre no tiene esa esencia, sino que su individualidad se construye como resultado de las relaciones sociales en que se produce. En este libro observo que el autor pretende que dialoguemos con una sola tradición filosófica, pues a los que llama realismo e idealismo no son más que dos formas del esencialismo. Quien saque conclusiones a partir de este libro, hará de Marx un Frankenstein que camina sin sentido por la historia del pensamiento. En fin, no tengo por qué seguir tampoco yo ese camino, pues el autor niega que exista otra idea de hombre. ¿A dónde conduce con este razonamiento? Nos pone a elegir entre dos programas políticos, todo depende de la idea de hombre que elijamos. Por un lado estarían los realistas, que buscan dentro de las limitaciones de esa esencia del hombre las soluciones más pertinentes, las más sensatas, las que se pueden alcanzar respetando siempre ese hombre inmutable, es decir, se trata de la justificación del conformismo. Por otra parte, se encontraría una larga fila de filósofos a los que alumbra la insensatez, pues sólo imaginan programas imposibles de aplicar y cuya búsqueda sólo provocaría males mayores que los que busca solucionar. Con el pretexto de crear mejores hombres, los sistemas políticos matan a los peores, a los débiles. De modo que ésta es la verdadera relación que hace de Cristo, san Pablo, Rousseau, etc., precursores de Stalin y sus purgas. Así que en el corazón de esa palabrería fraterna anida el huevo de la serpiente. Sólo el conformismo con la condición egoísta del hombre nos puede salvar, por lo que se ve, ya que ese pensamiento sí conoce “la auténtica naturaleza humana”. Puesto que la Historia es un recetario que nos dice qué pasará fatalmente, podemos ver que los intentos de mejorar las condiciones de vida han fracasado. Eso se debe a que no existe la libertad en el ser humano, pues como ya se dijo, tiene una esencia, y la Historia vuelve a repetirse. La misma serpiente mordiéndose la misma cola, eternamente. Y aquellos que pelean por mejorar al hombre quieren decir: “Lo haré a costa tuya, aunque mueras”. Sólo que no nos lo dicen, pero son desenmascarados en este pequeño volumen. Los “amorosos” no lo son en absoluto. Y los otros, bueno, nos conocen y nos perdonan, han creado el Neoliberalismo para nosotros (aunque nos confunden un poco: son tan maravillosas sus consecuencias para la humanidad que casi parece un modelo idealista). Es cierto que los ricos cada vez lo son más, y lo mismo ocurre con los pobres. Pero al final de ese camino viene la verdadera Edad de Oro, la cual no está en el pasado, sino en el futuro. Y este candidato persevera en presentarnos la imagen del pasado. ¿Qué no basta con que este libro lo haya desenmascarado? 

José Antonio Crespo. 2018: ¿AMLO Presidente? México, Grulla, 2017.

miércoles, 27 de junio de 2018

Dos mil doscientos millones de rostros


Facebook fue lanzado al público en 2006 con un objetivo principal: que sus usuarios compartieran su información mutuamente. En principio, sonaría como algo abstracto. Pero al vivir dentro de su lógica, lo difícil es concebir un mundo sin la estructura mental que permite esta red social. Declarar la existencia de la experiencia individual si es que ésta se comparte. Lo demás sería efímero, vano. Extender fe notarial de la experiencia ajena, la cual se transfiere a un grado imposible de medir. Facebook estrelló la noción de fama de una vez y para siempre. Por primera vez, se abrió el telón y en el escenario estaba colocado un gran espejo. Nada en el escenario, sólo el público mirando. ¿Es que eso era la celebridad? ¿Nosotros mismos viéndonos eternamente? Está bien; puede ser entretenido el solipsismo, la soledad ocupada por nuestra propia vanidad. La celebridad al desnudo. Y bien, ¿qué es la celebridad? Es esta puerta por la que cualquiera puede pasar, pero mira bien: sólo es la puerta. Una vez que entras, también sales. Tú eres célebre porque hiciste una mueca, tú porque tomaste video a tu perro que habla, tú porque te caíste en un río, tú porque hiciste el ridículo en una fiesta. Si todo cabe en la fama, desde el héroe que salva vidas intrépidamente hasta la una señora gritando a sus hijos, quiere decir que el secreto de la fama es que no tiene secreto. Y ese gran monstruo que se mira obsesivamente el ombligo, hipnotizado, cambia de ánimo a cada instante. De ahí que sus observadores (él viéndose a sí mismo, en realidad) digan con recurrente metáfora: “Las redes están nerviosas”. Mira este chisme banal. ¿Qué tema tan tonto, no es así? ¡Y tan pequeño! Quién iba a decir que sirviera para alimentar a millones de pirañas que ahora duermen satisfechas. No, espera: no somos pirañas, en realidad somos como millones de moscas atrapadas en esta red social. Estamos los vivos y los muertos. Y cada uno de nosotros en este momento, nos debatimos por decidir si continuamos aquí o decidimos suprimir nuestra existencia virtual. Los muertos y los vivos. Da igual. ¿Podrías tú decir quién de nosotros sigue vivo?, ¿cuál ha muerto? En nuestras fotos seguimos tan sonrientes como en la semana pasada. Como nada de lo que decimos o hacemos es inocente, como cada ¡click! es un testimonio de nuestra conciencia, sobre nosotros se encuentra una araña salivando, mirando al acecho. Darle “like” a un meme que nos da los buenos días, compartir una cita (falsa, seguramente), guardar una foto con una sonrisa promisoria: todo dice algo de nosotros. Cerramos la máquina con la conciencia tranquila de quien ha ejercido su libertad, y dormimos mientras nuestras acciones son escrupulosamente contadas y clasificadas. Para saber quiénes somos, apenas despertamos volvemos a Facebook. Para ello tenemos varias herramientas: las apps, las cuales nos preguntan seductoramente: ¿Quién fuiste en tu vida pasada?, ¿Cómo serías si fueras del sexo opuesto?, ¿Qué ciudad eres? Un oráculo… ¡qué bien! Démosle “aceptar”, aunque eso signifique que, en términos prácticos, el moderno autómata penetre en nuestra existencia virtual (nuestros datos valen oro, literalmente), mire cada escondite y dicte un juicio. “¡Eres París! Eres elegante y lleno de calles hermosas.” A veces nos miramos en unos ojos, otras veces tomamos un café en una conversación íntima. Y en otras ocasiones vamos al psicoanalista a decir algo cuyo significado ignoramos. De pronto nos preguntamos: ¿Qué miran en nosotros que nosotros mismos no podemos ver? En nuestras palabras, el “Yo” ocupa un lugar modesto, ¡no te creas tan importante! Y hace poco nos enteramos que nuestra vida virtual, la cual es monitoreada intensamente, dice de nosotros mucho más de lo que podríamos imaginar. Quiénes nos espían saben de nosotros más que nuestra pareja, que nuestro psicoanalista, que nuestra conciencia, que nuestro Ángel de la guarda, incluso. Bueno, ése hace muchos siglos que no sabe nada, ya que además ni siquiera ascenderemos al Cielo, sino que nos quedaremos vagando en el mundo virtual. No habrá Juicio Final, y si acaso seremos convocados cuando se teclee nuestro nombre en Google. No hace mucho, Umberto Eco dijo de nosotros: “Las redes sociales le dan derecho de hablar a legiones de idiotas”. Qué triste manera de hacer mutis de este mundo. Antes de irse nos confesó que no aprendió, o que no estaba dispuesto, a leer en las páginas de esta eterna biblioteca. Estas millones de voces que se escuchan, las “legiones de idiotas”, aturden en efecto. Pero existe un secreto. ¿No lo sabía? Qué raro. A esa silueta que habla, no hay más que interpelarla para saber que no existe, que es un espejismo más en el escenario (véase arriba), que al pedirle a ese fantasma que se detendrá, se desvanece. Nos quedamos entonces solos, relativamente solos: detrás de esas voces están los mismos oráculos de siempre, las Esfinges de la Ideología, diciendo eternamente lo mismo. ¿No lo sabía el semiólogo italiano? Qué raro. Hubiera tenido un fructífero diálogo con estos sordos en medio de ninguna parte. Nos habría dicho, quizá, que detrás de nuestras amistades, de nuestros contactos, habla la misma voz: la de Las Mismas Pocas Ideas. Y lo digo yo, que no estoy seguro de estarlo diciendo, pues no me atrevo por el momento a levantar mi máscara y saber si dentro de mí no hay nadie enunciando algo cuyos efectos no alcanzo a ver. Y sería entonces, como en esos cuentos de Samuel Beckett, en que una voz es lo único corpóreo en un universo vacío.

sábado, 9 de junio de 2018

María Conesa, de Enrique Alonso




La vida de María Conesa (1892-1978) se resume en un libro de pasta dura con fotos evocadoras de otros tiempos, escrito por el más devoto de sus seguidores. Me temo que, para que brille de nuevo, para que algo le diga a este mundo de un siglo después, se necesita una nueva narración. Hace algo más de sesenta años, el tiempo de Porfirio Díaz despertaba una dulce nostalgia. De hecho, María Conesa se atribuía el renacimiento de esa época, pues se supone que se tenía que montar una obra y ella propuso una evocación llamada En tiempos de don Porfirio (1938). El primero en oponerse fue el actor Joaquín Pardavé, sin saber que gran parte de su popularidad sería recreando el Porfiriato. Hoy, nuestros neoporfiristas, ¿disfrutarían esas obras llenas de frivolidad y desenfado? ¿Cómo entonces volver a formular ese mundo para deleite nuestro? Yo, naturalmente, no tengo ninguna respuesta. Pero me llama la atención que el mundo de los cuplés volvió a interesar cuando Sarita Montiel lo encarnó en la cinta El último cuplé (1957, con un éxito no calculado: un año en cartelera, en México). Los viejos cuplés (del francés: coplas), se interpretaban con las voces nasales de las jóvenes cantantes, eróticas hasta la desmesura, tanto que los historiadores españoles llamaron a la primera época de los cuplés como “Género ínfimo”. Poco a poco, se hizo decoroso, y las cupletistas eran incluso llamadas a la alta sociedad. En México, la voz igualmente nasal y desaliñada de María Conesa encantaba a Porfirio Díaz, luego a Madero. Y donde ellos se sentaron, también estuvieron más adelante, Zapata, Villa y Obregón. (Huerta no, que María estuvo en España durante el Huertismo, y me imagino que fue entonces cuando se organizaron procesiones a la Villa de Guadalupe para pedir que María regresara a nuestro país). En 1909, las actrices más famosas del teatro ganaban alrededor de mil pesos mensuales. Y bien, María –sonrisas, mejillas frutales y ojos promisorios– fue contratada por tres mil pesos, la actriz mejor pagada de su tiempo. Así que compró un terreno en la nueva Colonia Roma, y construyó la casa de Monterrey 193, en donde recibió toda la vida, y junto levantó varias casas para rentar (toda la acera entre San Luis Potosí y Querétaro). Viejas casas de la Revolución que todavía hoy están formadas, apretaditas, viendo pasar los coches. Los rumores la rodearon toda la vida. Por desgracia, los rumores tienen corta vida, son olas pequeñitas y sólo mojan las olas del pasado. Si el nombre de la actriz más célebre no dice nada ahora, de sus rumores no llega ni el rumor. Por años, se le relacionó con la Banda del Automóvil Gris, famosos asaltantes de la vieja ciudad de la Revolución. Y María pasó años desmintiendo, incluso en la corte, que fuera la lideresa de esa agrupación. El libro tiene un prólogo en que Carlos Monsiváis hace arqueología del gusto para resolver la incógnita del erotismo antiguo. Ojalá haya voyeuristas retrospectivos que sientan curiosidad por María Conesa.

Enrique Alonso. María Conesa, prólogo de Carlos Monsiváis. México, Océano, 1987.