¿Para
qué era que queríamos obras completas? ¡Ah, sí!, para tener a la mano a
los clásicos, para consultar pasajes célebres, para venerar a los que
así han sido editados y para evocar los tiempos en que se escribía
siguiendo el gran plan de las obras completas. Todavía hace pocos años,
Milán Kundera hacía el elogio de la escritura como la ejecución de un
gran proyecto vital. Nada de anotaciones en papelitos. Qué rápido se ha
jubilado esa idea. Aunque no es menos nueva esa frase de Amiel: “No
dejaré más que fragmentos”. En fin, el portugués Eça de Queiroz
(1845-1900) es llamado en el prólogo: “el vencedor del tiempo”.
Irónicamente, sería cuestión de gran molestia para los portugueses del
siglo XIX saber que su escandaloso contemporáneo haya logrado esa
trascendencia. Con gran pena haré memoria de esos tiempos y diré que no
recuerdo casi ningún otro nombre de entonces. Perdurará entonces el
mundo que vio Eça de Queiroz: alegremente corrompido. Sus novelas son la
demostración constante de que el cinismo es el verdadero bien a que
podemos aspirar. Las tragedias que relata, finalmente no lo son tanto.
Sus personajes van aprendiendo a vivir en esta sociedad construida por
la doble moral y la murmuración. La idea que este autor tiene del
escándalo es bastante peculiar. Aquí, quienes se escandalizan son los
viejos sacerdotes cuando se enteran de que el joven padre Amaro respeta
el secreto de confesión. En la novela La reliquia (1887),
el protagonista viaja a los tiempos de Cristo; al hacerlo, no muestra
sorpresa, como si prefigurara el realismo mágico. Ese personaje, a su
regreso al siglo XIX, ve perdida su fortuna por falta de cinismo.
Entonces, el Cristo colgado en la pared, lo mira, su rostro se desfigura
y comienza a burlarse: su desgracia proviene de la falta de cinismo.
Pero quizá mi secuencia favorita, la que se me quedó revoloteando a lo
largo de estas páginas, es la que se relata en El primo Basilio
(1878): la historia de un adulterio ocurrido mientras un ingeniero
parte a un largo viaje y deja a su esposa sola. Su primo Basilio la
visita y la seduce, y todo es visto perspicazmente por Juliana, la
sirvienta. Un personaje maravillosamente delineado, que va recogiendo,
del cesto de la basura, las cartas de amor que documentan la
infidelidad. La delicia con que Juliana va saboreando el poder que
adquiere sobre su patrona se palpa. Literariamente, el resentimiento
descrito con morbo es un platillo suculento. Juliana, asimismo, se
deleita imaginando las escenas en que denuncia a su patrona con su
esposo, antes de que sus mezquinas ambiciones sean aplastadas con gran ironía por el destino. Finalmente, el otro sentimiento que caracteriza a Eça de Queiroz
es la indiferencia, una seca indiferencia por las ambiciones humanas.
Así como piensa que los hombres se valen de lo que sea para conseguir
sus fines, éstos son vistos como algo despreciable. Un poco del
escándalo que causó hace 130 años permanece vivo sin duda.
José María Eça de Queiroz. Obras completas, tomo I,
recopilación, traducción, prefacio, acotaciones marginales y notas
explicativas de Julio Gómez de la Serna. Madrid, Aguilar, 1964.
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