domingo, 18 de septiembre de 2016

Goethe. La vida como obra de arte, de Rüdiger Safranski

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Ascender la montaña de la vida de Goethe (1749-1832) es una actividad que requiere condición. Vivió muchos años, y todos atiborrados de vida. De hecho, el biógrafo, que en otros textos ha sabido pelar muy bien la cáscara de la existencia para entregarnos la idea, aquí por lo menos ha batallado bastante, y al final ha dejado muchas minucias dentro de su libro. Quizá se deban tantos pasajes vitales a que su conclusión es que Goethe no quería conocer el conocimiento sino conocer el mundo. No se fue a encerrar en el fondo de su ser a conocerse, sino que estuvo siempre en contacto con la realidad. Entró a él mismo, es cierto, pero lo hizo para exteriorizar lo que encontró allá dentro. Aprendió de la vida y devolvió ese conocimiento. Lo que tenía que decir fue de gran interés para sus contemporáneos, quienes se fascinaron con él desde Werther, su libro de juventud. Fundamentalmente, según Safranski, el célebre suicidio del protagonista de esta novela conmocionó porque era una formulación sobre la libertad. Hasta entonces, la exteriorización del alma era un asunto que se tenía que consultar con la iglesia y la moral. Y Werther se expresa, efectivamente, con una gran intensidad, pero escribe instalado en el tedio. Y tedio es “la imaginación paralizante”, según Goethe. Porque fijémonos bien en lo que nos dice Goethe, sugiere el biógrafo: más que el amor imposible por la amada Lotte, lo que le aterra a Werther es perder la imaginación, la fuerza capaz de crear mundos. Una situación posible, ya que incluso el amor, que se nos presenta como lo imprevisible en la vida, puede caer en la repetición y el aburrimiento. Una situación que, de hecho, le pasó a Goethe, cliente cotidiano de la pasión. Pero la demasiada familiaridad con el amor, dicen, permite ver que es repetitivo, por lo que hace malabares con pocos recursos, para entretener. Para ello es necesario ver que la vida es como una rueda y que nada de lo que contiene está fijo, todo cambia. Es cierto que las cosas buenas no durarán, pero tampoco las malas, y hasta el tedio vital, bien mirado, es algo que pasará. Esa conciencia plena de la vida, concepción que dice que el todo es el mundo y viceversa. Spinoza había enseñado que Dios no era más que el conjunto de lo real, una idea de consistencia y de totalidad, idea que asimiló el autor del Fausto. Por su parte, Leopardi, el poeta, muchos años más tarde dijo que el tedio era sublime porque indicaba que ni todo el universo era capaza de llenar con sus sorpresas el alma humana. ¡Absurdo!, eso no podría ser pensado por Goethe; en todo caso el tedio es un defecto que impide conocer. Aquellos que se aburren porque ya lo vieron todo, ya lo experimentaron todo, son unos enfermos. Mejor tomar conciencia de que en su paso, la vida nos va despojando. Renunciar a todo es la única manera de poseer algo. Esta conciencia luminosa le dio a Goethe la constancia para vivir. Es cierto que el destino nos puede quebrar como varita, pero mientras tanto proyectar el futuro y vivirlo es una buena ocupación.

Rüdiger Safranski. Goethe. La vida como obra de arte / Goethe , Kunstwerk des Lebens (2013), tr. Raúl Gabás. México, Tusquets, 2015. (Tiempo de Memoria, 107)

sábado, 17 de septiembre de 2016

Martín Lutero, un destino, de Lucien Febvre


Me llama la atención que en el título de este libro se use la palabra “destino”. En una obra como ésta, en que cada palabra se discute, no deber de estar puesta porque sí. Quiere decir que por más que la Historia se haga más compleja, tenga más herramientas para abordar la realidad, no deja de chocar contra un término inamovible como éste. El destino… Veamos. Debemos de preguntarnos si estamos de acuerdo con éste término al enfrentarnos con una biografía. Ya saben, eso de que el Destino ya ha escrito algunas cosas que no podrán ocurrir de otra manera por más que tratemos de romper los cimientos del mundo. Esto sería un poco tramposo si lo pensamos así. Porque, por un lado, el destino sería entonces muy poco imaginativo como argumentista, ya que la mayor parte de las cosas que ocurren son persistencias de los hechos. Es cierto, algo cambia por ahí. Una hambruna, una rebelión, un descubrimiento científico que altera todo. Pero se nos diría entonces que eso tampoco escapa al destino, que si buscamos las raíces que traen pegados los sucesos, daríamos con el origen de esa aparente anomalía. Debemos reformular entonces el carácter monolítico del destino, y ahora nos lo figuraremos como producto de fuerzas en conflicto, con lo cual le quitaremos el carácter de Todopoderoso. Ahora bien, ya que hemos avanzado en ideas demasiado abstractas, podemos mirar abajo, al mundo de lo particular. Acerca de la época del libro, el inicio del siglo XVI, el autor lo sabe todo, lo ha leído todo, pero sopla delicadamente sobre toda la hojarasca de la erudición y deja ver un mundo, la Alemania de entonces, formada por pequeños reinos con ciudades esplendorosas. Frágilmente esplendorosas porque toda su riqueza se gastaba en defenderse y en cuidarse de sus vecinos. Mientras que las ciudades francesas –nos dice Lucien Febvre (1878-1956)– iban irradiando orden a su alrededor, las ciudades alemanas eran egoísmos furiosos en guerra. He aquí que apareció Martin Lutero (1483-1546) en este mundo, un hombre que pensaba que no tenía segundas intenciones, empujado por Dios para decir su palabra. Los burgueses de entonces, enriquecidos, que no nada más vivían bien sino en la abundancia, no se sentían plenos con una iglesia que les impartía una moral para pobretones. Entre alemanes dispuestos a matarse a mordidas, surgió Lutero, pensando que el mundo lo seguiría. Su idea era hacer lograr que la Iglesia volviera a sus fuentes primeras. No se imaginaba, él, que no era de este mundo, que los príncipes saludarían sus ideas y lo reverenciarían. En vida suya diez países arrojaron el poder del Papa. Poderes que se derrumban, furias de Papas, terremotos de reinos. Qué pena: nada de eso me llega. Ah, sí, la pequeña brisa de un libro que cierro.

Lucien Febvre. Martín Lutero, un destino / Un destin: Martin Luther (1927), tr. Tomás Segovia, 1ª ed., 12ª reimp. México, FCE, 2013. (Col. Breviarios, 113)

miércoles, 14 de septiembre de 2016

El verso y el juicio. La poesía desde la Academia Mexicana de la Lengua


 
Al hacer la ficha bibliográfica de este libro hay que poner forzosamente "et al.", como recomienda la academia. Lo malo es que entre ese montón van Rubén Bonifaz Nuño, José Gorostiza, Salvador Novo... y otros. Entre esta compañía sí se siente bien la poesía. Incluso hasta se pavonea, pues es tomada en serio, como tema importante del día. Ignoro cómo son las sesiones de la Academia de la Lengua, si los académicos de mayor edad toman una siesta de dos horas, si entretienen el tiempo haciendo sonetos sobre lo aburrido de las intervenciones de los lingüistas (o si eso ya no se acostumbra desde los tiempos de Salvador Novo), o bien, si en el orden del día tocará examinar las oraciones subordinadas. Sé que antes, el sobre del dinero lo daban al final de la sesión como un modo de combatir el ausentismo. Se toca una campanilla, se anuncia a la poesía, se abre la puerta y entra, con toda la pompa del caso. Ya en pocos lugares es tan bien recibida, por lo que no desaprovecha la ocasión. Aquí sigue siendo la invitada de honor, aun cuando se la quiera analizar como a un elefante en la Sociedad de Zoología. Bien a bien, no entra caminando; más exactamente se posa sobre las cosas. Ay, entonces será un asunto difícil de tratar y la sesión durará un poco más. Don José Gorostiza (los académicos dejan los títulos en el perchero al entrar y se ponen un austero "don") hace la observación de que la poesía, al penetrar en la palabra, la descompone y la abre a todos los matices de la significación. Esto hace que la poesía sea una investigación de ciertas esencias que encontramos en nosotros mismos. Alzo la mano para intervenir, tímidamente, sólo para agregar que pienso que la poesía crea aquello que investiga. Ahora bien, si investiga su propia creación, indaga sobre las consecuencias de sus palabras. El poeta arroja sus versos pero no tiene tiempo de perseguir las ondas que su palabra produce en el lago del lenguaje. Incluso, lo que de por sí no pretende la poesía, lo puede obtener, pues no es pensamiento sistemático, pero quién sabe si pueda no serlo. La poesía, a la que le gusta carcomer lo eterno y diariamente estrenar algo nuevo, puede incluso colaborar en la construcción de una filosofía. Por ejemplo: “El lago sin fondo / del hoy…” Son versos de Miguel de Unamuno, analizados por Muricio Beuchot en su conferencia. La poesía comparte con el hoy esa profundidad que se puede explorar sin fin. Los académicos tienen, o pueden tener, como profesión, el asomarse a ese lago. Margit Frenk se asoma a la lírica mexicana en su discurso de ingreso (¡mi capítulo favorito!). ¿Sabían ustedes que en las coplas populares hablan los seres de la naturaleza, se dicen verdades eternas, las cuales se contradicen entre sí, acerca del amor y de las mujeres? Gestas y Dimas, Cupido y Venus, una paloma y un avión, el cielo y el mar… En su geografía, el río Jordán corre por entre la Huasteca. En sus disparates, hay profundidad. El entramado secreto del mundo y las voces estridentes de sus cosas. Sin embargo, ninguna de estas coplas viene de más allá del siglo XVIII. La poesía también necesita el antídoto académico contra ilusión de la falsa antigüedad.

Mauricio Beuchot et al. El verso y el juicio. La poesía desde la Academia Mexicana de la Lengua. México, Academia Mexicana de la Lengua, 2014. (Col. Lengua y memoria)

lunes, 12 de septiembre de 2016

Cuentos completos, de Antón Chéjov

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Creo que Antón Chéjov (1860-1904) ha tenido la mala suerte de ser leído por cazadores de recetas. Se ha dicho tanto que para escribir el cuento perfecto hay que seguir todos aquellos consejos que emanen de sus historias. Sin embargo, sé que Chéjov era reacio a dar consejos, quizá ni él mismo se ponía a sistematizarlos. Y pienso que toda esa poética que se ha formado a su alrededor fue formulada por un pobre escritor que no sabía qué hacer cuando le preguntaban algo sobre su obra. Sus consejos eran desconcertantes, pero los resultados son historias inolvidables. Decía, por ejemplo: "Descanse y después escriba". Pienso que lo más emocionante de sus cuentos es el hecho de que tenía la capacidad de encontrar algo particular en cada una de las existencias. Cada uno de los rusos de su tiempo tenían una historia, así como cada uno de nosotros. Sólo que quizá esos rusos no estaban tan convencidos de que sus vidas fueran importantes. Todo lo contrario de las frecuentes personas que a veces escuchamos: “¿Tú eres escritor? Con mi vida podrías hacer una novela.” Pero Chéjov prefería encontrar sus historias de otro modo, quizá con la experimentación directa, apuntando peculiaridades poco personales, más bien circunstancias excepcionales. Aquellos que tanta importancia se dan en la vida, se desilusionarían si se vieran retratados en las narraciones de este autor. Entre todos estos cuentos (naturalmente no están completos, ya que las ediciones actuales son enormes), no hay nada extraordinario. Quizás eso le fastidiaba, todas las historias son comunes, intrascendentes. No retrata caracteres como lo haría un autor realista. Por el contrario, los hombres aquí están como despostillados, algo desgastados por el uso. Lo que le interesa es aquello que ocurrió en alguna ocasión, no podría o precisar cuándo ni a quién. Esa preocupación que esa anciana tenía, pero no recuerdo bien cuál era, es más interesante la preocupación en sí. Hacia el final del libro, cambian un poco los cuentos. No sé si hay un orden cronológico (no se aclara), pero se va viendo una preocupación más interesada en el mundo. ¿En el mundo? ¿así de abstracto? Sí, en el mundo que por alguna razón ya no es igual, una naturaleza que sólo le comunica un mensaje triste al hombre, una humanidad cada vez más indiferente ante los demás. Sólo que de eso se dan cuenta los personajes más humildes. Aquella princesa que va a visitar su orfanatorio, fruto de su carácter virtuoso, no se da cuenta de que su visita anual causa la angustia de todos los trabajadores, que intentan ocultar la miseria en que viven. Cuando el médico del pueblo se lo hace notar, la princesa huye aterrada pero sin hacerse consciente de la realidad. Pocos cuentos en la vida me han impresionado como “Una bromita”, esa historia en que una muchacha sube muerta de miedo al trineo, sólo por saber si el “la amo” que escucha en su oído fue pronunciado por el viento o por el muchacho que quiere y que va sentado detrás de ella… Hay tal belleza en esa pequeña historia, que me hubiera gustado que Chéjov no soltara a ese grado las amarras que unen sus cuentos con la realidad. Le hubiera preguntado, su pudiera: ¿en dónde ocurrió en verdad esa historia? Él voltearía y con un gesto algo indiferente, señalaría a Rusia, y diría: por ahí.

Antón Chéjov. Cuentos completos, versión directa del ruso por E. Podgursky y A. Aguilar, prólogo de J.E. Zúñiga, con 10 ilustraciones. Madrid, Aguilar, 1957.

sábado, 10 de septiembre de 2016

El prisionero de Zenda, de Anthony Hope

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Fue en las clases de la Universidad. Un admirado profesor nos dijo que si no habíamos leído literatura juvenil en nuestra adolescencia, ya no habría tiempo para llenar esa carencia. Así que volví a mi casa, a buscar entre los libros que mi papá les había comprado a mis hermanos. Eso tiene muchos años, y he leído varias de esas novelas. ¿Tienen algo en común? Parecidos muy sorprendentes entre Mark Twain, Robert Louis Stevenson y Anthony Hope, entre otros. Por ejemplo, los reinos lejanos y de localización imprecisa. Pero fundamentalmente, el hecho de que los gobernantes tengan un doble (recuerdo una novela breve de Nerval en la que también ocurre esto mismo). Me he quedado pensando por qué esta coincidencia entre los dobles (o los personajes que se ocultan cambiando de sexo, como en La flecha negra, de Stevenson, lo que crea una extraña ambigüedad sexual), y también en el hecho de que los reyes abandonen su corte para salir a investigar cómo es en realidad el mundo que los rodea. En el caso de esta novela –un clásico en Inglaterra, inspiradora de numerosas películas–, el nuevo Rey de Ruritania es secuestrado por su hermano justo antes de tomar posesión de la corona. Casualmente, un noble inglés, pariente lejano que asiste a la coronación, es idéntico al Rey secuestrado. La trama es semejante a una partida de ajedrez porque a cada acción por salvar al Rey corresponde otra de parte de su hermano. Naturalmente, la historia se tensa capítulo tras capítulo. Hope no se imaginaba el cine cuando la escribió (en 1894), pero sin duda sus escenas de espadachines pedían a gritos una película. Por alguna razón, estos reinos de la Europa oriental tenían la virtud de hacer despertar a los ingleses de su abulia y de su cómoda existencia. Tal vez, esas fronteras que cambiaban de vez en cuando como las riberas de los ríos, o las nacionalidades tan poco afirmadas. El tren que lleva a ese mundo tan cercano como exótico. Naturalmente, todo esto pasaba antes de la existencia de las revistas de sociales. Antes, el poder vivía en una barrera infranqueable y los ciudadanos no tenían la menor idea de quién era el rey. Mark Twain retrata como un verdadero suceso cercano a la locura, cuando el pueblo ve de lejos y por unos instantes a su Rey. Pero desde hace décadas que nos dedicamos a estudiar hasta el menor gesto de la aristocracia. Y Zenda tenía el añadido de que asistíamos a la historia del poder en su ámbito secreto. Eso sí no ha cambiado, nos seguimos inclinando reverentemente ante las publicaciones políticas, para saber aunque sea asomados a la ventana, lo que ocurrió en la última reunión o cómo se sofocó la traición que estuvo a punto de cambiar la historia. Ahora pienso que el poder ejerce una atracción tan grande que incluso los gobernantes tienen la tentación de desdoblarse para saber cómo se ve ese mundo desde fuera. Recomiendo este libro a todos aquellos que ya se han desilusionado de espiar a los decepcionantes poderosos de nuestros días.

Anthony Hope. El prisionero de Zenda / The Prisionero of Zenda (1894), tr. de Alberto Jiménez Rioja y Elena Giménez Moreno. Madrid, Altaya, 1994.