Revisando la obra de José Revueltas –pero sólo la de tema
político– encuentro una constante angustia por encontrar interlocutor. Una
angustia “extratextual”, pero que en muchos casos se manifiesta abiertamente.
Un no saber acerca del destino de cada texto. Muchos fueron rescatados del bote
de basura, otros de viejos montones de legajos, porque la gran mayoría no
fueron publicados. “Reproducido del original mecanuscrito”, dicen gran parte de
las notas al pie. Rechazado por revistas, o tal vez ya ni siquiera se decidía a
enviar varios de sus extensos textos. Y se resignaba a compartir sus ideas en
los cafés, en las conferencias, en las discusiones teóricas. Aunque quién sabe
si publicarse en revistas clandestinas era mejor destino para sus textos. Dije
antes: textos sólo de tema político. Pero tampoco sé si el aspecto literario
tenía mejor suerte. Me imagino que no. Era un continuo trabajo de hablar y
dirigirse a un público incapacitado o tal vez: desinteresado. La lucidez
cocinándose en su propio jugo, todo el tiempo. Mientras las ideas no se hacen
públicas y no se discutan, uno las trae arrastrando consigo como una condena.
Más desesperante si se trata de ideas que en gran medida no se quieren escuchar.
Y mientras, las ideas de Revueltas maduran, se nutren de la realidad, de la
filosofía alemana, de la experiencia política, del trabajo de partido. Ahora
bien, el método dialéctico no es cualquier cosa. Aparentemente habla de temas
que nos interesan a todos, pero cuando la argumentación da un rodeo para situar
el problema en lo universal, la voz del autor se va tan lejos que el lector
piensa: qué pequeño se ve, ha perdido su
pertinencia, cuando en realidad el autor intenta conectar la circunstancia
con la totalidad para que pierda su condición de aparente. Ese ir y venir, en
cuyo transcurso las ideas se transforman. Lo que hace del ideario de Revueltas
una masa casi intratable porque no se queda quieta, es una especie de voz que
se escucha, ya que si no es escuchada se convierte en su propia interlocutora.
Esa corona de palabras que se deposita sobre la cabeza de la realidad y la
alumbra. José Revueltas en la cárcel, 1968, 1969, las autoridades carcelarias
permiten que los presos comunes entren a las crujías de los presos políticos y
los agredan, y en plena desesperación el autor de Los muros de agua escribe largamente a Arthur Miller, buscando un
agujero en la pared, para intentar ver algo más allá, verse a sí mismo,
conceptualizarse. Quién sabe si estará destinado a ser leído. Pero está
destinado a hablar y a develar su propio pensamiento. Porque no siempre el
pensamiento se revela con las palabras. Generalmente, se oculta a sí mismo. Y
Revueltas decidió liberarse a sí mismo mientras algo mejor no ocurriera. Nada
bueno ocurrió después. Este escritor fue expulsado una vez. Y luego otra vez.
Hasta que fue a caer con los estudiantes del movimiento del 68, quienes a su
vez estaban expulsados de la mecánica de la Historia, puesto que el Partido
Comunista no los apoyó cuando debió de hacerlo. Al caer, el pensamiento de
Revueltas se fue despojando de sucesivas capas. Siempre en esa relativa soledad
de la que ya hablé. Primero, hablando de la necesidad de terminar con la idea
de los dogmas en el proceso revolucionario. Es decir, que el Partido formule el
pensamiento que conduzca a los obreros a la revolución, pero sin que se
independice como un poder libre de la crítica. Basta de ese pensamiento
transmitido por revelación. Y luego, los años de crisis. El exilio del Partido
Comunista, la esperanza de volver. La acusación diversas herejías
–revisionismo, existencialismo– de las que sintió gran culpa –una culpa
alimentada por la mayor herejía de todas: su inherente catolicismo, cultivado
desde su infancia. Siempre, el mártir. El que se dejaba herir para salvar a los
estudiantes. Después de intentar definir la noción de Partido como liberador
del proletariado, como cabeza de la revolución, para declararlo inexistente. Es
decir: de existencia aparente (como lo formuló en diversas ocasiones, siguiendo
a Hegel). Pero se debía de construir, de erigir teóricamente para que luego la
realidad pudiera vestirse con esta idea. Pero su desilusión lo fue alimentando.
Quizá después, a finales de los 60, se centró en otra idea. Una idea, qué les
diré, ingenua… no… algo así como dotada de excesiva confianza. Bueno, la diré y
ustedes le colocan un adjetivo pertinente. La idea de la universidad
autogestiva como instrumento de conocimiento. Es decir, la concepción de la
Universidad como una comunidad formada por interesados en el conocimiento como
instrumento de la liberación. La universidad sin académicos interesados sólo en
sus puntos académicos, sin alumnos enfocados sólo en subir los peldaños de la
burocracia. Nuestros congresos, nuestras constancias, y luego, disculpe, ¿ya
tiene su boleto para la comida?, será en la Casa Club del Académico. La
connotada Doctora hablará y se otorgará constancia. Luego, es natural, usted
podrá hablar, y podrá ser debidamente citado para a su vez volver a citar a sus
colegas, y de esa entusiasta proliferación de sentencias brotará un puntaje que
organizará por categorías a los investigadores. Ese gran Leviatán que camina
sin rumbo es el gran temor de Revueltas. ¿Qué se pretende con esa Universidad
entretenida en sus procesos burocráticos sino una de-socialización del
conocimiento? Esa concepción de la Universidad requirió de un cambio teórico en
Revueltas, ya que la palabra “autogestión” es opuesta al funcionamiento del
Partido. Es un rompimiento con el leninismo. Es una palabra de la que no sé su
alcance en su momento histórico. Pero proyectada al futuro, es una respuesta
distinta y poco atendida sobre el papel de la izquierda. Es una manera de
decir: hablar por uno mismo, sin estructuras que pretendan asumirse como
liberadoras. Una palabra que comenzaba a replantear políticamente la realidad.
Revueltas murió antes que su palabra. Bueno, eso se debe a que su palabra está
continuamente naciendo.
Magnifico análisis y descripción. Estoy fascinada. Maravilloso y eterno es José Revueltas. Gracias Pável Granados.
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