sábado, 6 de enero de 2007
Los muertos vivientes contra Rene Descartes
Todos hablan y yo también quiero hacerlo. Afortunadamente, en este caso, el deseo va aparejado al acto y es imposible desear sin formular verbalmente el acto de desear. No todo es tan fácil, ni siquiera desear sin hacer, pues de algún modo el deseo es una concretización de una serie de potencialidades latentes en el ente que formula las direcciones de su actuar aun antes de hacerlo. Yo, por ejemplo, para desear hablar he recorrido un camino que no se agota al hacer uso de la palabra (por no hablar del buen o mal uso de la palabra, esto es ya demasiado para mí: la palabra que hace uso de sí misma para juzgar su propia pertinencia) sino que saqueo las palabras ajenas para ejercerlas con pleno derecho, ¡no me importa! Uso un concepto ajeno según mi conveniencia, según me acomode, no importa que me quede grande, no creo que sea un problema de apariencia, pues a pesar de que trato de medir las palabras sobre mi pensamiento a veces me decido a usar ciertas nociones aunque tenga que lucirlas arrastrando las mangas por el suelo. Entre más extravagante la moda, mejor me sienta. Pero debo decir que para pronunciar cada palabra necesito de una boca, de una lengua y de unos dientes, ¡y debo obtenerlos de cualquier modo, sin que me importe saquear algunos cuantos sepulcros! Lo importante es ser un “cadáver a la moda” –para saquear una expresión de Pablo Neruda–, un cadáver presentable. Aunque no creo que me acepte con amabilidad el señor René Descartes, a quien he venido a tocar la puerta, porque he venido así ataviado para decirle que no creo que sea Yo quien habla, sino que algo (“Yo”, a partir de ahora y sólo por comodidad) se topó con un deseo que alguien había dejado por ahí, lo encarnó y lo vistió con algunas cuantas palabras regadas a su alrededor. Y aun más: ¡declaro mi inexistencia! No ha sido Yo quien ha venido a tocarle el timbre a la casa del deseo. De hecho, ahora me amparo más a la producción de mr. George A. Romero que al sistema cartesiano: este muerto viviente tan peculiar no tiene Yo, es necesario que así se acepte puesto que de otro modo la película no tendría sentido. El Yo está ausente y yo, por otra parte (el yo que existía antes de iniciar este texto), me alegro de haberme topado con los muertos vivientes, refutaciones vivientes de Descartes.
Por otra parte, es muy importante saber si el filósofo francés hubiera abandonado o no la sala de proyección. Porque ante nuestros ojos hay una voluntad sin Yo que gusta de comer sesos humanos, ¡no hay más que ver la pantalla: descabezados por todos los rincones! Ahora bien, necesito asirme a algo, porque no puedo continuar sin una columna vertebral en este ensayo. Y lo primero a lo que me aferro es a una soga, paradójicamente, un instrumento que sirve para romper una parte muy importante de la columna vertebral. Pero no importa; igual ya estoy aferrado con la soga entre las manos. La tomé porque, como ya indiqué antes, me da igual qué tomo y de dónde. Lo que no me da igual es por dónde la tomo, creo que Saddam Hussein y George Bush estarán de acuerdo conmigo y supongo que nadie va a externar ninguna duda a este respecto. Pero hay algo más: ha sido todo un discurso el que se aferró a una soga: el de la Justicia. Pero también la democracia, la legalidad y el perdón. Todo eso significa una soga para el que la tiene tomada entre sus manos. Quiero decir que esa palabra significa lo que quiere que signifique aquel que la usa como su arma: el jurado que sentenció al ex Presidente de Irak, el gobierno estadounidense y sus aliados. Hussein fue ahorcado el día en que los musulmanes celebran el perdón; para Bush, el significado de una soga es el perdón, precisamente: Hussein ha sido perdonado. Todos los que tomen a este hombre como un mártir recibirán su dosis de perdón, según lo entiende el invasor. La imagen ha hablado: la soga es puesta alrededor del cuello del ex Presidente, un oficial lo filma con su celular y la envía a todo el mundo y… a causa de eso, puede ser castigado. ¿Alguien se explica por qué el difusor de un acto de justicia puede recibir un castigo? Es que algo se nos escapa: no fueron verdugos irakíes los que ejercieron la justicia, sino milicianos. George Bush no ha visto el video que presenta el ahorcamiento de Hussein… Eso afirma él. Tal vez su sentido humanitario (que lo hace perdonar pavos en Navidad) se lo impida. Pero el asunto es otro: el que tiene la soga en sus manos es el que decide qué significan las cosas y las imágenes y busca todos los medios para lograrlo. De manera casi generalizada, se piensa que la soga es inevitable, que en algún momento alguien va a tener esa soga entre sus manos. Lo más que se le pide al poderoso es que haga buen uso de su poder. Yo por mi parte, reniego de cualquier uso de poder. Desde este momento, tiro la soga; ya no me sirve para ejemplificar nada.
Parece que las palabras, las interpretaciones y los discursos, son como pequeños pétalos que surgen para cubrir a los hechos. Algunos que pretenden llegar a la verdad, de la misma forma en que se toma una flor de diente de león y se le sopla para que las semillas se dispersen, toman a la realidad y soplan para que las interpretaciones se vayan volando y queden los hechos descarnados. Pero no ocurre así, si uno sopla es el tallo el que se dispersa rápidamente y quedan las semillas aferradas al aire. Los hechos se difuminan de inmediato y quedan flotando las palabras en la nada. No es recomendable atrapar palabras, sobre todo si se trata del arte, son espinas disfrazadas de pétalos. Pétalos que hacen sangrar. Es la vieja imagen que demuestra que lo frágil no lo es tanto. Rilke podría ser un ejemplo algo extremo, pero un buen ejemplo, finalmente. Creo, entonces, que el hecho se protege con las interpretaciones, se diluye entre las ramas de las palabras. El mago hace su truco señalando ahí en donde nadie debería ver; y las palabras, el engaño de la retórica, permiten que las manos del mago hagan posible el truco . Pero sería muy simple ver esto así, sólo como una realidad que se escapa, huidiza atrás de las palabras. Porque ese mismo hecho es, visto al revés, la única protección frente a la realidad. Son los discursos la única protección ante una realidad impuesta desde fuera; ya que sólo fuimos depositados en medio de una realidad que no elegimos, nos queda rodearnos de discursos, para evitar ver la vida de frente. Gracias al reflejo del arte, nos protegemos: nos comenzamos a rodear de una gruesa capa de hule espuma, para que la realidad no nos aplaste, entre más gruesa mejor. La realidad –da igual cuál–, es básicamente: olvido. O memoria. Cualquiera de los dos: siempre hay un péndulo que señala el tiempo del olvido y del recuerdo. Cuando se nos era impuesto el olvido, teníamos palabras para resistirlo. Ahora que la memoria es la que se impone (aplastantemente, a causa del Internet), sólo tenemos palabras que nos dosifican la vida. Por suerte, afuera hay un enjambre de personas que trabaja en seleccionar lo que debemos saber, los monopolios del conocimiento trabajan arduamente para decirnos qué debemos saber y qué no. Todo tiene errores, pero no tantos que no los pueda solucionar el noticiero de la televisión.
Ahora me interesa tomar la palabra. Tal vez no me decida, es muy comprometedor, la palabra hiere la mano del que la toma. Parece que para el escritor no queda de otra: es un kamikaze a la fuerza. Toma la palabra y la ata a su alrededor, camina con ella y al llegar al lugar apropiado, explota. Muchos han tenido que esperar siglos para que su palabra explote; otros esperan aún el momento. Yo sólo quisiera saber el tiempo exacto para cada palabra, saber si es pertinente arrojarla. Sostengo la palabra y la acerco a mis oídos, sólo se escucha su tic-tac. ¡Dinamitar un tren, una ciudad, el Congreso de la Unión! Les aseguro que la CIA aún no puede desactivar palabras. ¡A Vicente Fox le explotaron en la lengua durante seis años, no tuvieron la cortesía de alejarse ni siquiera unos metros de él! Imposible acicalar las palabras para que sean presentables en todo momento. Cuando forman un coro y se presentan en público, por mucho que se vistan con elegancia, varias desentonarán. No hacen quedar bien al que las usa, nunca. Yo, a las palabras, no les confío nada. A veces, las muerdo y las destripo antes de que salgan de mi boca; bastante sé que me traicionan con frecuencia, que quieren dar su propia versión de los hechos. Cuando estuve con el psicoanalista pasé varios momentos vergonzosos. Todo a causa de su impertinencia. Yo pretendía crear belleza con palabras, pero ellas aprovechan cualquier oportunidad para destruirme. Pero al mismo tiempo me crean, instauran un orden nuevo y yo resulto ser una de sus creaciones, una de sus imperfectas creaciones. ¿Por qué ocurre eso? Tal vez, porque, escribe Marx, en el gran marco de la historia, las fuerzas destructivas son, precisamente, fuerzas productivas (Miseria de la filosofía). Y las palabras desean ante todo instaurar su propio orden.
No puedo decir cómo es que yo mismo llegué a este punto. No sé cuál es el orden que intentan instaurar las palabras, en todo caso yo soy un instrumento de ellas obligado a escribir para que las palabras hilen y deshilen su realidad. Penélopes de si mismas, las palabras dicen, desdicen y se desdicen a ellas mismas, se afirman y se niegan; ¡ya se ha usado tanto al lenguaje para insinuar su inutilidad! Tal vez sea cierto y el propio lenguaje se dirija hacia la nada; de hecho, hay discursos que se dirigen hacia ese sitio, hacia el autoaniquilamiento. Pero, ¿no será mejor sacrificar la realidad antes que la realidad que implanta el lenguaje? Yo, por mi parte, creo que las palabras no se muestran como deberían: totalmente. No muestran jamás su espalda, y muy difícilmente se deciden a mostrarse sin maquillaje; parece que saben que van a perdurar, quieren tomarse la foto para la posteridad. Cuánto se burló el protagonista de Á la recherche porque su abuela se arregló tanto para tomarse una foto. Incluso, tuvo que aparentar alegría ante la cámara luego de que su nieto la hizo llorar con sus burlas. Luego –ha pasado el tiempo y la abuela ha muerto– está Marcel, llorando frente al único retrato, que la muestra alegre, ocultando el sufrimiento. Se necesitaría mucho para que una palabra se muestre en un texto, quiere estar a la altura del arte, por encima de las circunstancias, y por eso se presenta lista para la fotografía que la va a perpetuar. Como quieren engañar, deben disfrazarse. Pero yo no voy a ayudarlas, mi deber es desenmascarlas; sin embargo, debo asistir a su representación, al baile que se ofrece en su comedia de enredos. Es ahí en donde les gusta estar, finalmente hemos llegado a su sitio: la celebración de las significaciones. Aquí se establece el sentido de cada palabra; entre ellas acuerdan sus significados, declaran qué hay atrás de la máscara que portan. En el baile de disfraces de las palabras, todas se muestran en su falsedad, todos sabemos que nadie es quien es, aun cuando algunos invitados no lleven disfraces. Aquí simulan el orden que quisieran tener, han dejado afuera sus carruajes y sus guaruras y entran indefensas. Pero, ¿qué es lo que las palabras quieren demostrar acudiendo a este sitio y bailando de esta manera? Quieren demostrar que existe un sitio de libertad para ellas y para el pensamiento; quieren representar que no hay simulación alguna. Eso es muy importante para ellas porque quieren presentarse sin todo aquello que las acompaña; en la fiesta de la palabra, todo lo demás sale sobrando. Éste es, creo yo, el orden que instauran las palabras y para el cual nos usan. Ahora hay que preguntarse, ¿qué es lo que celebran las palabras, para qué se reúnen a bailar? En realidad, acuden a festejar lo que sea, les gusta ir a cualquier fiesta: al cumpleaños de la Libertad, al bautizo de la Democracia, a la presentación de la Revolución. Todos estos festejados tienen a sus palabras invitadas. Lo que se quiere demostrar es que la violencia ha quedado fuera, que por más caótico que pueda ser el baile, la violencia ha quedado fuera. Sin embargo, la violencia se encuentra afuera, cuidando el orden de la celebración. Y así sucede en todos los casos. La violencia resguarda a las palabras. Ante esto debemos dejar toda la hipocresía: en la Democracia, esta violencia se llama “legalidad”. Sería bueno organizar un tour a Oaxaca o a Michoacán para darse cuenta de cómo se las gasta la “legalidad”. Yo no he ido a la Mascarada de la Democracia, pero según se lee en las revistas de sociales, es uno de los espectáculos más bellos, en el que todos visten los mismos derechos, pero también las mismas obligaciones. ¡Creo que ahí conoció el Príncipe a Cenicienta y ahora los dos son iguales! ¿Recuerdan cómo Cenicienta corría de la fiesta y el Príncipe la persiguió hasta que dio con ella? En un principio, Cenicienta no quería ser encontrada, de hecho su padre y su madrastra no pensaron que ella también fuera igual a todos, pero el Príncipe los convenció de lo contrario. ¿Recuerdan también que la zapatilla no entraba en el pie de la hermanastra? Su dedo gordo no entraba en ella. Su madre, entonces, le extendió un cuchillo para que se lo cortara y así pudiera calzarla. “Cuando seas Reina ya no necesitarás caminar”, le dijo. Es tan fácil confundir a la gente en la democracia, ¡ya el Príncipe se llevaba a la hermanastra de Cenicienta cuando los pájaros que cuidaban la tumba de la madre muerta le advirtieron que se trataba de una impostora! No está bien que se piense que es imposible que convivan Monarquía y Democracia, ¡todo es posible en la Democracia! Por eso el Príncipe y Cenicienta son felices hasta el día de hoy. Esta es la verdadera causa de la felicidad de Cenicienta: la Democracia. Esta es, también, la causa de que se conozca hasta hoy esta historia: Cenicienta les contó a sus hijos las bondades de este régimen. Cuando la Democracia organiza una recepción quiere que todos vayan, no admite faltas. Claro que algunos no van, pero esto, en el fondo no la ofende. Todo seguirá igual pero los que no van al baile no podrán contribuir a que todo siga igual.
¡Pero basta de bailes! Las cosas no ocurren ahí, ¡hasta las palabras, en medio de la fiesta, hablan por su celular para ver cómo van sus negocios! Todos sabemos que las cosas ocurren siempre en otra parte. Otra Parte se llama el sitio en el que deberíamos vivir pero en el que por desgracia nunca estaremos, ahí no hay personas, sólo sucesos, mecanismos que mueven la realidad. El cuarto de máquinas de la realidad es silencioso, no se permite música, ni palabras, ni imágenes; a lo mucho, se escucha el sonido de las transacciones y del ir y el venir del dinero. Lo que yo quiero preguntarme es si las palabras pueden abandonar el baile y bajar al sótano, en donde se encuentra esta maquinaria. ¿Es que las palabras pueden llegar al sitio en el que se les prohíbe estar? La Democracia nos ha invitado, es la anfitriona y parece que lo educado es no meterse por toda la casa. Podemos llegar hasta cuartos muy remotos; no hace mucho, hasta se convirtió en un éxito de ventas el tema de las conspiraciones. A todo el mundo, literalmente, le entusiasmo el juego: lo evidente depende de una serie de conspiraciones y hasta Da Vinci participó en ellas. Pero hasta aquí: ¡más adelante no hay paso! Estas son las catacumbas del sistema. Más adelante, por desgracia, usaremos la Ley, un perro mortífero y ciego que defiende este hogar. Bueno, no es tan ciego, ustedes han visto ya detalles chuscos de su actuación, ya lo hemos visto lamiendo los pies a muchos políticos, ya lo hemos visto recibiendo raciones de carne, ¡muy buenas raciones! Pero es que nadie se ha querido meter hasta los sitios prohibidos de la Democracia. Eso no, ¡un momento! Eso no se lo permite esta Ley a nadie. Y eso que este animal ha hecho cosas muy humillantes para cualquiera. Por eso no quiero substantivizar nada. Voy a buscar palabras que no son mías, las tomo prestadas para expresar ideas que no me pertenecen, de las cuales busco alejarme lo más rápido posible. Pero las instituciones me buscan, la Ley me da ina investidura: “Tú eres el autor de esto. No puedes renunciar”. Esta jaula es inevitable. Yo quisiera que se disolviera y me dejara solo. Pero, en efecto, no puedo despojarme de mí mismo (o de lo que hemos acordado que Soy). Soy autor (concedo), pero eso no me hace dueño de las palabras. En todo caso soy dueño de la disposición y del orden de esas palabras. Aquí está mi verdadero sitio: soy una configuración de palabras e ideas, una voluntad que ha dado como resultado un texto. Y en ese texto (que es éste), no pueden entrar ciertas cosas. Por ejemplo, no se reciben invitaciones para la Democracia. Pero tampoco salen órdenes. Es un orden sin órdenes. Es decir: no estoy institucionalizando nada. Las palabras que entraron aquí no pueden levantar su orden, su institución. ¿Por qué? Porque sólo hay un orden visible y sustantivo: el del poder. Ése sí es necesario tenerlo a la mano, enfrente y muy visible. Es importante no recibir ningún engaño de él. No quiero que me diga: “Esa es tu voluntad” cuando lo cierto es que es su voluntad manifestada en mi persona. Por eso me niego a ordenar (en todas sus acepciones): porque es la manera de desarticular la realidad (mi muy modesta manera de contribuir a la destrucción de su forma actual).
Si me preguntan: “¿Y tú a dónde quieres llegar con todo esto?”, tendría que responder que no sé. No he seguido ningún camino para llegar aquí y no pretendo desandarlo para saber nada de mi recorrido. Ya dije, desde hace muchas líneas que no tengo un cometido. No asumo mi Yo. ¿No lo dije? Es cierto, no lo dije de mí. Lo dije de este texto. Pero tengo que vestirlo, ¿no es así? ¿A dónde creen ustedes que se dirigen los muertos vivientes? ¿Qué destino tendrán si se acaban los sesos en el mundo? ¿Serán conscientes de su sinsentido? A mí, todos mis caminos me han conducido ante esta falta de respuestas positivas. La creación verdadera sólo la veo en el nihilismo. Esto puede parecer contradictorio, y lo es. Su sentido verdadero no puede ser observado aquí, en este lugar. Lovecraft creó un mundo –lo explica José Emilio Pacheco en un ensayo– que tiene como fuente de terror a Lo Otro. Los negros y los latinos a los que temía se convirtieron en la sustancia de su literatura. Así ocurrió con el cine, Los Otros no tienen Yo, sólo voluntad destructiva. Los extraterrestres, los zombies, los fantasmas, etc. Eso creen que somos, eso deberíamos ser. Seguir el camino de la irracionalidad, nutriéndonos de sesos (digiriendo la racionalidad ajena a nuestro modo). Porque yo no quiero continuar un rumbo ni marcar un camino (por lo menos, no aquí, en este territorio), ni tampoco quiero, como ya dije, institucionalizar nada: ni siquiera un proceso para que transformarme en ninguna cosa. Pero no creo que las palabras no sirvan para nada: vienen a mí y me obligan a usarlas, las uso y dicen algo distinto a lo que yo quiero y por eso tengo que redundar para convencerme a mí mismo si lo que digo es claro. Sí, Joseph de Maistre logró ver el contenido destructivo de la irracionalidad, vio muy bien que nada tenía remedio, pero no por cuestiones metafísicas sino porque esta sociedad se hizo sobre bases irracionales y él sólo pudo oponer el dogma y la fe para contrarrestar la anarquía. Qué mayor anarquía que las víboras de Medusa, ¡ella puede crear e instaurar su orden! Pero no he dicho que nada deba sobrevivir: todo lo contrario, deben sobrevivir las fuerzas destructivas de esta sociedad. Como ya dije, tampoco quiero construir nada sobre mí mismo: estas palabras, inútiles hasta ahora, me sirven para demoler lo que digo: he usado hasta aquí metáforas para poder explicar lo que deseo, pero no quiero que nadie vea verdad en la metáfora, una figura retórica de estirpe hermética. No quiero que nada sea verdadero puesto que ha sido enunciado de esta manera. No he hecho otra cosa que justificarme. Pero eso es todo lo que uno puede hacer con palabras. Aprovechamos que las palabras no pueden llegar hasta los hechos a husmear lo que hacemos. Hacemos y hablamos. Hablar es hacer, pero hacer de un modo distinto, ¡yo hasta crearía una categoría distinta para los que hacen con la palabra! Pero sólo para tenerlos a raya, para cuidarme de ellos con más desconfianza. Todo lo anterior sólo me justifica, no quiero erigirme como sujeto, uso el lenguaje sólo para describir tan profundamente como me lo permita mi situación. Construyo un texto y las palabras me tapan, construyo una jaula para aprisionarme pero sólo la puedo construir desde fuera. Una vez que está terminada, grito: “¡Yo también quiero estar adentro de este texto!” Pero no es posible. Quisiera tener un consuelo: que se vea en este texto que no me quiero llevar nada de este mundo, nada que contribuya a legitimarlo. Y, por supuesto, me reservo el derecho de considerar el arte (el arte legítimo) como parte de la sublevación en las estructuras de la totalidad.
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