Aquella vida, la suya, tenía el tamaño de su cuarto, de las personas que lo visitaban con frecuencia, de las calles por las que le gustaba caminar. Muy cerca se encontraba una avenida que lo llevaba a todos lados, siempre y cuando esos sitios estuvieran comprendidos en su vida. Todo lo demás: las fotos de las revistas, el horizonte contemplado, las calles por las que preguntan los caminantes perdidos… todo lo demás no existía. Era una escenografía amable colocada para tapar el inmenso vacío que lo rodeaba. ¿Cuándo rasgaría con sus manos el cielo? Por la calle pasaba la gente, caminando su camino, trazando una ruta confusa para llegar a casas, estaciones, más calles.
No habría podido medir su vida si se lo hubieran pedido; no sabría decir si era grande o no, ni de qué dependía su magnitud. ¿De los mares, de los caminos que lo habían conducido a ese sitio, frente a su ventana? Sabía cuántos pasos había de su cuarto a la cocina, de su escritorio a la puerta de entrada, pero no sabía si los pasos eran una medida válida para medir una vida. Reconocía el matiz exacto de una voz y podía escucharla con precisión a solas; la textura de una piel podía ser recreada con toda su contundencia, aunque eso le suponía mayor esfuerzo. Pero tampoco habría sabido si la capacidad de evocación multiplicaba los corredores de su vida, como si fueran reproducidos por espejos deformantes.
Entonces murió. Las fuerzas que confluían en su vida se desataron; desde entonces no hubo puerta qué tocar para poder preguntar por él. Vivir había sido para él como un viaje en un barco, como recorrer el mar inmenso con la promesa de continuar buscando la vida por debajo de los soles, un recorrido por un mar en el que inesperadamente se atravesó un puerto. Descendieron las escaleras del barco y subió la Muerte, directamente hacia él, mirándolo a los ojos, para indicarle que el trayecto se interrumpía. Eso sí lo sé, lo podría decir casi con certeza, porque hundí la mano en la tierra y extraje su vida. La tomé entre las manos y pude ver la puerta que cerraba todas las mañanas, el parque a una calle de su casa, un largo camino hacia el adiós que tomó inesperadamente con una sola maleta. En ese viaje en barco, rodeado de gente, sintió la seguridad de lo cotidiano: rostros y rutinas idénticas, espejismos de lo eterno. Con la maleta en la mano, se despidió, no volteó atrás porque a los veinte años no supuso que se estaba despidiendo, pensó que apenas estaba conociendo algo, un mar, unas olas, un camino sobre el agua…
Por eso digo que la muerte pone toda esa escenografía indistinguible de lo real. Para que caminemos sin temor, engañados. Si fuera posible pedirle a un tramoyista que develara el telón sería fácil ver el tamaño justo de nuestra vida. A esa casa que está enfrente no he entrado nunca; cómo haber sabido que era ficticia, un mural firmado por la muerte. Como yo, ahora, que tengo su vida frente a mí: consiste en unos cuantos papeles, en un olvido regado por varios sitios y en unos nombres dispersos. La muerte tuvo su vida entre las manos. No hay nadie para advertirle: no des ese paso, son los dedos de la muerte que te sostienen.
Un poco más allá de lo que nos es permitido ver, la vida está rodeada de una fina cáscara. Fruta pequeña que toma la muerte en sus dedos, con gula.
El día en que sus manos desataron con finura su alma, ninguno de nosotros estaba allí. ¡Fue hace tantos años! Muy pocos eran los presentes. Lloraron en ese momento y ahora son también sombras. Luego pasaron años de dolor. Y luego, finalmente, el olvido, más grande, infinitamente, que la pequeña memoria.
Habrían de pasar muchos años para que fueran apareciendo por las calles personas conocidas, a las cuales poder decir “buenos días”. A esos conocidos, tan familiares, los ha traído el tiempo en sus oleadas. Luego de cada ola, aparecen y desaparecen personas en las calles. Lo compruebo todos los días, al abrir la ventana. Dicen que cada acto de la vida tiene una explicación, que lo hacemos para llegar a algún lado. No sé bien por qué actuamos así como actuamos. Todo tiene una explicación, ya me la han dado. Pero no podría repetirla con precisión…
No es un esbozo. Es poesía. Pável, tú sabes cómo me gusta este texto. Pienso que lo escribe alguien desesperado, que exprime sus ojos con los párpados para evitar seguir engándose con la vida, con la realidad. No lo sé, tus palabras aquí parecen fluir en un espiral lento y leve de niebla, que sólo nos deja entrever pensamientos de un hombre al que el mundo lo sorprende de una manera extraña, las reflexiones de alguien al que el tiempo parece afectarle más que nadie. Un abrazo.
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