viernes, 13 de diciembre de 2024

Crónicas de viajes 1, de Guillermo Prieto



Guillermo Prieto (1818-1897) es nuestro hombre en el siglo XIX. Todo lo que quisiéramos ver, él lo vio. Nos manda cotidianamente un abultado número de cuartillas con sus vivencias. Sus viajes son especialmente atractivos: quién sabe cómo y en qué condiciones, tomaba la pluma de ganso, la remojaba en el tintero y escribía sobre las hojas que cargaba en alguna de sus maletas, para escribir no sabemos a qué horas, numerosas líneas. No siempre nos dice cuál era el motivo de sus viajes (el más largo de ellos, a Querétaro, en 1853, fue deportado por Santa-Anna) ni quiénes eran sus acompañantes. Qué misterioso resulta a veces. Pero si queremos decir un poco más de su estilo y sus intereses, no olvidemos que su ídolo fue el barón de Humboldt, quien recogía la información estadística y las costumbres de todo suelo que pisaba. La vida de los pueblos indígenas, la música que se escuchaba, las celebraciones y las leyendas, y hasta palabras que nunca volveremos a escuchar (tumbaga), todo lo anotaba con su pluma de ganso. ¿Habrá páginas manuscritas de este autor? Me atrevo a pensar que escribió más que Alfonso Reyes y Octavio Paz (juntos) o más que Carlos Monsiváis, a tal grado que no hemos acabado de sistematizar sus textos –y no ocurrirá en esta generación. Pero si es de nuestro interés saber cómo era la Ciudad de México en tiempos de su Alteza Serenísima, debemos de buscar en estas páginas. La denuncia de los crímenes que se cometían al amparo de Santa-Anna fue causa de varias de las desventuras de Prieto. Ciudad de delaciones, de complicidades para matar, de encarcelamiento sin trámites. Pero relatadas a la mayor velocidad, que los sucesos pasan rápido y a la misma velocidad van la imprenta, las diligencias y las asonadas contra el gobierno. Si no se registra hoy, no se podrá después. La inmensa sequía de Querétaro, la miseria de los indígenas, todo eso se alcanza a contemplar. Pero me distraigo y me quedo viendo a un joven, de ésos que llamaban calaveras en aquel siglo, con habano en la boca y chamarra de piel. Dice Prieto que tarareaba una canción de Béranger. No sé quién es ni qué canciones hacía, así que me pierdo buscando esa referencia. ¿Así que Pierre-Jean de Béranger fue uno de los poetas más populares de Francia? Ni por aquí me pasaba que fue el gran representante de las goguettes, porque ni siquiera sabía que existían. Son las canciones a las que se les cambia la letra para poner textos políticos, o amorosos o de celebraciones alcohólicas. Una parodia, sería una manera de llamarlas. Sólo que el nombre lo toman de una vieja tradición de reunirse para cantar. En todo Francia, a lo largo del siglo XIX, florecieron las goguettes, lugares para pasar a cantar por una módica cantidad. Como la ley castigaba las reuniones de más de veinte personas, la costumbre era sólo admitir 19 miembros. En esas sociedades musicales nacieron canciones como Frère Jacques (que conocemos como Martinillo) y La Internacional, el himno obrero por excelencia. Gérard de Nerval narró su visita a una de ellas (en su novela Noches de octubre), pero yo quiero regresar al carruaje con Guillermo Prieto, amontonados los viajeros como en un cuento de Maupassant. A lo largo de páginas y páginas los miraremos, una señora con un periquito, un espía de tiempos del general Arista, dos sacerdotes con sotanas, paliacate al cinto, sus breviarios en las manos, con medicinas en sus envoltorios, sus jarritos para chocolate, y, dentro de ellos, un crucifijo. ¡Qué calvario para ese pequeño Cristo por esos incómodos caminos!, pues como decía Prieto: de este sendero al Purgatorio, no hay más que un tropezón.

 

Guillermo Prieto. Crónicas de viajes 1, presentación y notas de Boris Rosen Jélomer, prólogo de Francisco López Cámara. México, Conaculta, 1994. (Obras completas, IV) 

sábado, 7 de diciembre de 2024

En el país de las maravillas, de Gueorgui Gámov



Sé muy poco del Universo, pero confieso que entre más intento conocerlo creo entenderlo menos. Así que prefiero ignorar ciertas cosas. No tuve que elegirlo como mi hogar, creo que no tiene vicios ocultos pero al menos no tengo firmado ningún contrato por vivir en él –al menos, que yo sepa. Agradezco las constantes cosmológicas, de las cuales no estoy consciente, pero sé que si se alteran mínimamente sería muy difícil continuar viviendo en este sitio. Todo aquí es muy estable, los días y las noches se suceden regularmente. Y cuando dejo de ver a alguien por algún tiempo sé que alguno de los dos ha envejecido una millonésima de segundo más que el otro, pero eso no importa. Es tan despreciable esa cantidad que no importa… Nosotros mismos somos una cantidad infinitesimal formada después de un punto. El doctor Gámov escribió varios libros sobre este tema hace bastantes años, e incluso lo que a él le sorprendía se ha quedado bastante atrás en el camino de las sorpresas. Para ser sincero, no entiendo mucho de sorpresas en el tema de la infinitud. Así que me conformo con medio entender este libro de divulgación, en que el protagonista, mr. Tompkins, tiene sueños reveladores luego de asistir a las conferencias de un profesor de Física. Gracias a estos relatos sé que si quisiera extender en un plano la superficie de la mitad de una naranja, en algún momento se tendría que romper. Pero si quisiera extender una papa de una caja de Pringles, se formarían una serie de “arrugas” sobre el plano. Esto se debe a que son dos formas de curvaturas: en el caso de la naranja, se trata de una curvatura positiva, y en el segundo, de una curvatura negativa. Esto significa que un cuerpo de curvatura positiva tiende a ocultar menos superficie; en cambio, una curvatura negativa, gracias a sus arrugas, esconde más espacio. Por otra parte, la naranja no puede extenderse infinitamente pues una esfera tiene que volver a cerrarse sobre sí misma. Desafortunadamente, las papas Pringles no existían cuando se escribió este libro, pero tienen una forma ideal para mostrar que esta forma geométrica curva, llamada paraboloide hiperbólico, se puede extender infinitamente. De hecho, es probable que el Universo tenga esta forma: que entre todos los tipos de galletas o de botanas, sea parecido a una de estas papas. Quiere decir que las líneas que uno proyecta sobre el infinito no regresarían al punto de partida, como ocurre en una esfera, sino que se perderían para siempre en la distancia. Que el universo se expande y se expande. Son mis rudimentos cosmológicos, bastante antiguos porque desde que el doctor Gámov escribió este libro el universo se ha expandido inimaginablemente, además de que los conocimientos científicos se han modificado mucho. Incluso, es notorio que mientras fue escribiendo su libro, el autor cambió de opinión con respecto a la forma del universo: en el primer capítulo era esférico, y más adelante ya era paraboloide hiperbólico. Ignoro qué forma ha adquirido desde que lo dejamos en su sitio. Pero me parece importante decir que el traductor de este libro es un poeta, Juan Almela, mejor conocido como Gerardo Deniz. Desafortunadamente, conozco poco su obra, pero siempre es buena noticia encontrar un poeta, especialmente en un lugar tan enorme como el universo.


Tepic, 7 de diciembre


G. Gamov. En el país de las maravillas. Relatividad y cuantos / Mr. Tompkins in Wonderland (1940), tr. Juan Almela Castell. México, FCE, 1958. (Col. Breviarios, 134)